« En este mismo momento, en el lugar donde se encuentra, hay una casa que lleva su nombre. Usted ha sido siempre el único propietario, pero hace ya mucho tiempo que perdió las llaves. Así que se queda fuera, no conoce de ella más que la fachada. Usted no vive en ella. Esta casa, refugio de sus recuerdos más esquivos, más reprimidos, es su cuerpo »
Thérèse Bertherat, El cuerpo tiene sus razones.
*Extraído del libro El cuerpo tiene sus razones. Autocura y antigimnasia de Bertherat, T**. y Bernstein, C.
¿Y las
mujeres? ¿Y ese problema, confesa o inconfesado, crónico u ocasional, presumido
o aceptado, individual o universal, ese << falso problema >> en el
que tantas mujeres expresan su verdad profunda: la frigidez?
Algunos
médicos, ginecólogos o psicoanalistas me han enviado a mujeres oficialmente
etiquetadas como “frígidas”. Porque << la gimnasia no les hará daño y,
por otra parte, eso las distraerá, las ocupará, les hará gastar energía
>>. (¿No comprenderán nunca que la gimnasia es precisamente lo que yo no
hago?)
Mujeres que
sin duda alguna son lo que nos empeñamos en denominar frígidas, aunque no se
quejen de ello abiertamente (o por lo menos, no a mí), las veo diariamente en
mis grupos, en la calle, en las reuniones, por todas partes.
Pero ¿qué
son todas esas mujeres? ¿Qué es esa célebre frigidez? La frigidez, en una
palabra, es la rigidez. Esas mujeres no son frígidas: son rígidas.
No, no hay
ninguna brusquedad en mi actitud. No, no carezco de compasión, de comprensión.
No, no me esfuerzo por mostrarme simplista. No, no soy desleal. Soy feminista y
preconizo la movilización de las mujeres. Pero no sólo en células militantes.
Preconizo la movilización – la puesta en
movimiento - de los cuerpos de todas las mujeres, porque sólo en el interior de
su cuerpo, de su cuerpo móvil, viviente, podrán encontrar la fuerza, la
posibilidad de ser felices.
Una mujer
que hoy proclama: << Mi cuerpo me pertenece >>, se hace ilusiones
en la mayoría de los casos. No porque su cuerpo haya dejado de pertenecerle a él
– al macho opresor – le pertenece a ella forzosamente. Decir << mi cuerpo
me pertenece >> supone que, a través de la toma de conciencia de ese
cuerpo, la mujer haya tomado posesión de él. Para que su cuerpo le pertenezca,
tiene que conocer sus deseos y sus posibilidades y atreverse a vivirlos.
Únicamente cuando una mujer se vive a sí misma (igual que un hombre, por lo
demás) se niega a ser << vivida >>. Sólo cuando uno se conoce
profundamente se niega a ser << vivido >> y trata al fin de conocer
al otro.
Cuando una
mujer de hoy se cree frígida, abandona a veces al compañero al que juzga como
causa de su insatisfacción y reclama lo que se complace en llamar la <<
libertad sexual >>. Entonces busca, o bien a otros hombres más sensibles
o más imaginativos, o bien a otras mujeres, creyendo que, a través de ellos,
logrará descubrir su cuerpo, el verdadero.
A veces,
ese cambio resulta eficaz. En efecto, era el otro el que le impedía revelarse a
sí misma. Pero eso ocurre raramente. Lo normal es que se encuentre, antes o
después, frente al mismo problema. Sigue sin vivir su vida porque sigue sin
vivir su cuerpo. No ha elegido a sus nuevas parejas con toda libertad y en
función de sus verdaderos gustos. No sabe lo que le gusta; lo único cierto es
que no le gusta su cuerpo. Insatisfecha y sin saber a qué satisfacer, se cree
<< estrujada >>, pero no se da cuenta de que ella es su propio
verdugo.
¿Cómo
procedo cuando un ginecólogo me envía a una mujer que se queja de frigidez
aunque él no encuentra ninguna razón fisiológica, ni vaginitis ni obstrucción
de ningún género?
La inscribo
en un grupo para que no se sienta aislada dentro de un problema obsesivo,
vergonzoso, y para que descubra en el movimiento cómo vive o, mejor dicho, cómo
no vive en su cuerpo.
Una vez
echada de espaldas en el suelo, una de las primeras cosas que observo en una
mujer catalogada como frígida es que el movimiento de sus costillas resulta
casi invisible. No respira. El diafragma permanece rígido, inmóvil, agarrotado
en la espalda y fijado por delante. Se diría que hace años que apenas se sirve
de él. No se ofrece el oxígeno necesario para producir la energía suficiente.
Su escasa energía mínima circula tan mal a través de su cuerpo que se le oye
decir con frecuencia que carece de energía o, en todo caso, que no alcanza la
dosis normal. Como si la energía viniese del exterior y ella no recibiese
bastante. Pero la energía se produce, y el oxígeno, elemento necesario para su
producción, no se recibe. Se toma. Como el placer.
Aún recuerdo
la respuesta de la señora Ehrenfried a una chica que se quejaba de frigidez y
preguntaba si no se podría hacer algo al respecto. La señora Ehrenfried levantó
irónicamente una ceja y, tras una larga respiración, le dijo:
-
Res-pi-re
Según
Reich, << la espiración profunda provoca espontáneamente la actitud de
abandono (sexual) >>[1]
. Por lo demás, cualquiera puede demostrárselo a sí mismo en cualquier momento.
Basta con espirar plenamente, largamente, y la región pelviana comenzará a
desplazarse hacia adelante… Siempre que uno admita que tiene una región
pelviana y que dicha región es móvil.
Pero
volvamos al grupo y a nuestra mujer frígida echada boca arriba. Digo a todo el
mundo que doble las rodillas y coloque los pies apoyados en el suelo. Luego,
que levanten la pelvis hacia adelante, hacia el techo. En la mujer frígida, se
produce una confusión total. Como M., el muchacho sin mirada, concentra su
fuerza, se apoya en los pies y levanta el cuerpo entero, desde los omóplatos.
Si es muy ambiciosa, lo iza desde los hombros, desde la cabeza. ¿Y la pelvis?
Ahí está, suspendida, rígida, en algún lugar de esa larga plancha a la que ella
llama su cuerpo.
Empezamos
de nuevo. Otra vez boca arriba, con las rodillas todavía dobladas, los pies
todavía apoyados en el suelo. Pido que no se apresuren, que busquen – palpando
si es necesario – la pelvis. ¿Dónde comienza? ¿Dónde termina? ¿Por dónde se
une, mediante los músculos y los huesos, el conjunto del cuerpo? ¿Cómo se
articula? Observo que se patalea un poco, que aparecen expresiones de perplejidad,
que se hacen grandes esfuerzos de concentración. Digo entonces que empujen la
pelvis hacia adelante, solamente la pelvis.
La mujer
frígida no se mueve. Su pelvis no se adelanta independientemente de los muslos
o del abdomen. Y no sólo no adelanta. Retrocede… La espalda está incurvada; la
pelvis, retraída, se niega a moverse hacia adelante y hacia arriba. Tal es la
actitud natural del orgasmo, esa curva continua hacia adelante, ese movimiento
ondulatorio que hace aproximarse cabeza y pubis. Ella no puede hacerlo, no sabe
que puede hacerlo, se lo niega a sí misma. Su pelvis no trata de ser llenada.
Al contrario. Nada de extraño, pues, en que se diga << vacía >>.
Nada de extraño en que no se sienta colmada.
Mover la
pelvis de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, sí que sabe. La mueve
al caminar y, a veces, de manera muy exagerada, como en el cine. Sabe que
menear las nalgas hace muy femenino, sensual, y que el talle quebrado, las
nalgas salientes atraen las miradas. Le gusta recibir las miradas. Recibir, eso
es lo único que espera. Pero ser exclusivamente un receptáculo no es una vida,
en todo caso no una vida de mujer. Y cuando se da cuenta de que no vive una
verdadera vida de mujer, se dice << frígida >>. Pero yo digo que
está rígida, envarada, retraída, lejana, rechazante y, en cierto sentido,
reaccionaria. Yo digo que poder articular el falso término << frígida
>> no le sirve para nada si no sabe que su pelvis está articulada, que su
pelvis, albergue de órganos sexuales variados y potentes, es capaz de avanzar al encuentro del placer, que tiene
que conquistar.
Conquistar
el placer. Al fin un término justo. El placer se conquista. Como el poder, el
verdadero. No el que se arrebata al otro y que le priva el suyo, no el que
tienen a bien concederos si tenéis a bien recibirlo. Para conquistar el placer,
para conquistar el poder, es decir, para asumir y ejercer el propio poder, el
poder sobre la vida y sobre la propia vida, el primer paso consiste en tomar
conciencia de su cuerpo.
Ahora bien,
¿no es incongruente hablar del poder del cuerpo femenino? ¿De su potencia? ¿Acaso
la potencia no pertenece exclusivamente a los hombres ya que, cuando un hombre
se ve privado de ella, se le califica de << impotente >>? Jamás se
dice que una mujer es << impotente >>. Cuando la carga energética,
el movimiento espontáneo, la fuerza vital, la capacidad del orgasmo, de una
mujer están inhibidos, se llama << frígida >>. Como si una mujer
sin trabas no fuese más que << caliente >>, mejor que potente. ¿Por
qué ese criterio de temperatura en relación con las mujeres en lugar de un
criterio de acción? ¿Y por qué las mujeres de hoy, que rechazan tantos términos
<< falocráticos >>, aceptan que se continúe llamándolas <<
frígidas >>? ¿Cómo hacerles comprender que ese poder femenino que
reclaman, que esperan que el mundo masculino les conceda, se encuentra de hecho
en potencia en el cuerpo de cada mujer… y que a la mujer le toca descubrirlo y
atreverse a ejercerlo?
Pero
volvamos una vez más a los grupos y a los esfuerzos por ayudar a la mujer
rígida, a la mujer impotente, a tomar conciencia de su cuerpo, de su
sexualidad.
Trabajamos,
pues, para liberar la pelvis. Es largo, con frecuencia muy largo y, en
ocasiones, no se consigue en absoluto. Pero cuando la mujer rígida empieza a
encontrar, a sentir las articulaciones que se desconocía, cuando empieza a
lograr moverse aunque no sea más que un poquitín, se siente de pronto
angustiada. Con la garganta reseca, las palmas húmedas, la invaden los sudores
fríos del pánico. Libre al fin de sus antiguas defensas, ya no se reconoce, no
sabe en qué cuerpo habita. A veces, el miedo y el rechazo espontáneo (y
momentáneo) de su nuevo estado se traducen en una expresión verbal: << Si
de lo que se trata es de aprender la danza del vientre, yo no, muchas gracias…
>>. O bien: << Una vez asistí a un espectáculo de striptease. ¡Qué vulgaridad…! >>.
Estas
reacciones me recuerda la historia de los comienzos de Elvis Presley, llamado
en aquella época << Elvis the Pelvis >>. Él fue el primero, el
primer blanco al menos, en cantar mientras, detrás de su guitarra, su región
pelviana relajada (algunos preferían decir desencadenada) bailaba el rock and
roll (balanceo y contoneo). Una alumna americana me contó que el debut de Elvis
Presley en la televisión de Estados Unidos había desencadenado un drama. La
cámara que fotografiaba al joven Elvis, primero de cuerpo entero en un plano
general y luego en un primer plano sobre el centro del cuerpo (con la intención
de mostrar sus manos sobre la guitarra), había dirigido enseguida la cámara
sobre su rostro, donde continuó en plano fijo hasta el final del número. Al día
siguiente, polémicas en todos los periódicos. A favor o en contra de la
<> a las horas de gran escucha, a favor o en contra de la
<< censura >> ejercida por la cámara…
De cuando
en cuando, la mujer hasta ahora rígida no trata de defenderse. No se indigna,
no se censura. Simplemente deja que la descubran. En medio del grupo, permanece
sola, asombrada, feliz, en el silencio particular de quienes, al fin, se
encuentran a la escucha de su cuerpo.
Pero la
sexualidad no se descubre o se << trata >> tan sólo en los órganos
genitales, ya que no es únicamente en los órganos sexuales donde se sitúa. El
cuerpo constituye una vasta red sexual. Creer que la sexualidad se limita al
sexo supone tener de su cuerpo una visión fragmentaria particularmente dañina.
Desde hace
algún tiempo, trabajo con mis grupos la cabeza, sus orificios. Pido, por
ejemplo, a mis alumnos que cierren la boca y respiren únicamente por la nariz.
Así lo hacen. Amablemente, educadamente, metódicamente. Hasta que se hartan. Se
aburren. Comienzan a mirarme como diciendo: << ¿Y ahora, qué? >>.
Entonces les pregunto si sienten algo. No, no sienten nada; no hay nada que
sentir. ¿Y el aire? ¿Cómo? El aire. En las ventanas de la nariz. El aire que
entra en las ventanas de la nariz. ¿Dónde lo sienten? ¿En la punta de la nariz?
¿Cerca de los ojos? Hacen muecas,
aspiran, dejan paso a dos chorritos de aire, cantando por las narices como si
tocasen un instrumento, como hacían sin duda cuando eran pequeños. Algunos se tapan una ventana o se meten un
dedo dentro. Así descubren que tienen dos agujeros en la nariz y que el aire
penetra en ellos, y que pueden sentir cómo entra, y que pueden sentir cómo
sale. Algo insignificante, pero que para algunos supone una revelación… Una
revelación turbadora. Cruzan las piernas, se ruborizan, tratan de esconder su
turbación, adoptan la postura de adolescentes de otra época. Han descubierto
que tienen dos agujeros en la nariz y que el aire entra y sale por ellos, y de
pronto se sienten de manera distinta, y de pronto miran furtivamente en torno
suyo y no saben lo que les pasa.
Aprovecho
la ocasión. Les digo que relajen la mandíbula, que dejen la boca abierta.
Algunos se resisten al principio: << Vamos a babear >>. Les
respondo que babear no tiene nada de grave. Les pido luego que saquen la
lengua. Veo salir pequeñas puntas por entre labios aplastados. Les advierto que
una lengua es una cosa muy larga, que la dejen colgar en toda su longitud. No,
más larga todavía. Bien. Y luego que dirijan la lengua hacia la barbilla, bajo
la barbilla. Y luego hacia la nariz. Y luego hacia la mejilla derecha, hacia la
mejilla izquierda. Y luego que le hagan trazar el circuito
nariz-mejilla-mentón-mejilla en un movimiento continuo.
Son raros
los que aceptan inmediatamente. Se sirven de la lengua para quejarse. <<
Es que me mojo la cara. >> << Me hago daño. >> << Esto
es ridículo. >> A pesar de todo, la mayoría acaba por intentarlo. Más o
menos. Pero hay algunos, algunas, que se niegan categóricamente. Con la
mandíbula envarada, el aire furioso o dolorido, esperan inmóviles, rígidos,
clavados, resueltamente acorazados hasta los dientes, a que la sesión termine.
Y a veces, no vuelven más.
El cuerpo
sabe que es un todo, que un orificio evoca otro, que una sensación en un
orificio de la cabeza provoca sensaciones en los orificios genitales, que la
toma de conciencia de una parte saliente –nariz, pie, mano, lengua, falo-
despierta la conciencia de otra. No obstante, si no se quiere admitir lo que
dice el cuerpo, uno dispone de todo su tiempo, de toda su vida para obligarle a
callar o para insensibilizarse a sus mensajes.
Continuemos.
Digo a mis alumnos que se echen boca arriba y que relajen de nuevo la
mandíbula. Entretanto, algunos han comprendido que la mandíbula se parece mucho
a la pelvis en sus posibilidades de movimiento, que puede también ser mantenida
en retracción, fijada, agarrotada, en una posición de retroceso, de miedo. Esta
asociación facilita en unos y dificulta en otros la relajación que solicito,
pero, por el momento, digamos que lo consiguen. Entonces les explico que esta
vez se trata de sentir la lengua en la boca, de sentir la amplitud de la
lengua, el espesor de la lengua en reposo dentro de la boca.
Al
principio, no saben qué hacer con la lengua. La pegan al paladar o la retraen
hacia las amígdalas. Pero, poco a poco, le dejan vivir su verdadera vida de
lengua en reposo, que no tiene otra cosa que hacer que hincharse, extenderse,
llenar la boca hasta que no le quede lugar y desborde de ella.
Frecuentemente,
se nota entonces que se extiende por la habitación un gran, un espeso silencio.
Los ojos se cierran. Los cuerpos cobran peso, se aplastan contra el suelo.
Incluido el cuerpo de la mujer impotente, siempre que ella se permita tomar
conciencia de su lengua en el interior de la boca. (Por otra parte, si se
procede al balanceo de la pelvis en ese momento se da a menudo una menor
resistencia.) En cierta ocasión, llevé a cabo la experiencia de la lengua
gruesa y ancha dentro de la boca con una mujer embarazada, que me dijo más
tarde, sin añadir ninguna explicación:
-
Eso
me ayudó mucho durante el parto.
El trabajo
sobre la toma de conciencia de los orificios no se detiene, sin embargo, en la
cabeza. Recientemente, en un grupo en que por azar no había más que mujeres
–una de ellas << oficialmente >> impotente y sometida a
psicoanálisis desde hacía varios años-, propuse que trabajásemos los orificios
<< interiores >>. Tras decidirme a interpretar su silencio como un
asentimiento, les dije simplemente:
-
Abran
los tres orificios.
Ante la
perplejidad general - ¿es que no sabían que tenían tres?- añadí:
-
El
ano, la vagina, la uretra. Abran los tres a la vez. Más aún. Ahora ciérrenlos.
Apriétenlos. Ábranlos de nuevo, pero lenta, ampliamente. Dense bien cuenta de
que dominan sus músculos, oblíguenlos a efectuar movimientos regulares,
precisos.
Les aseguré
que no se trataba de realizar proezas sobrehumanas (como la del yogui, que, según se dice, llega
a << beber >> por la uretra), sino de tomar conciencia de la
potencia muscular normal, de efectuar conscientemente los movimientos que
hacían, o no hacían, automáticamente.
Claro está
que no me era posible apreciar sus esfuerzos con mis propios ojos, de la misma
manera que ellas no podían comprobarlos con los suyos. (Ese desconocimiento del
cuerpo tan común en las mujeres ¿no se deberá al hecho de que sólo ven las
zonas íntimas de su cuerpo si se deciden a mirarlas, de que no las tocan
directamente con la mano salvo si se resuelven a hacerlo y de que, desde su
primera infancia, se reprimen sus exploraciones visuales y táctiles?)
De la
eficacia de esos movimientos (que un alumno se ha divertido en llamar los
<< sexercicios >>) he obtenido muchas pruebas. Sin embargo, estoy
obligada a decir que ciertos alumnos –fieles, no obstante, desde hace mucho
tiempo- no comprenden nada de ellos. Por ejemplo, una mujer joven y vivaracha,
siempre a la última moda, se quejaba un día a una amiga en el momento de
vestirse:
-
Me
gusta venir a las clases. Pero no son eróticas. Nunca se habla de los senos.
¡Como si el
erotismo se situase en los senos! ¡Como si el seno del erotismo, que no puede
ser más que el cuerpo entero, estuviese centrado exclusivamente en los senos!
Sabía muy bien que la moda de aquella temporada era << retro >>,
pero ¿había adoptado hasta tal punto las convenciones mamalógicas del cine
americano de los años cincuenta? Claro está que los senos << cuentan
>>, que ostentan la prioridad en todas las listas de zonas erógenas
fichadas. Pero para tomar conciencia del potencial erótico de los senos, no hay
apenas necesidad de seguir un curso. Una ligerísima ráfaga de aire fresco, una
mano (incluso la propia) que los roza (incluso accidentalmente) son
suficientes.
En la
sesión siguiente, no pude resistir a la tentación de dirigirles un pequeño
discurso. Expliqué que en mis clases se tomaba conciencia del cuerpo a través
del movimiento muscular y que, si no se trabajaban directamente los senos, se
debía a que se componían de piel, grasa y una glándula. Al pretender <<
fortificarlos >> o impedirles caer a través de las contracciones y las
extensiones clásicas, sólo se consigue desarrollar los pectorales es decir,
hinchar los músculos por detrás y por encima de los senos. Resultado: un pecho
musculado y unos senos tan fláccidos como al principio.
Se trata,
pues, de no preocupare por los senos en sí mismos, sino de verlos en su
<< medio ambiente >>, considerándolos particularmente en relación
con los hombros. Flexibilizar los trapecios, permitir ensancharse los hombros,
modifica el emplazamiento de los senos, los levanta y mejora la armonía en las
proporciones de la parte superior del cuerpo. En cuanto a la firmeza de la
glándula del seno, ninguna acción sobre el seno mismo influye lo más mínimo.
Para que unos senos sean firmes, para que la sangre circule por ellos
libremente, es preciso que todo el organismo goce de salud.
Comprendí
la extrema seriedad del problema de la impotencia sexual –como el de la
conciencia fragmentaria del cuerpo- al tratar a una persona que sufría de
deformaciones muy graves: la señorita O.
Un rostro
redondo, liso, sin sombras. Una mirada ingenua. Yo no sabía en absoluto qué
edad echarle cuando me pidió que lo adivinase durante nuestra primera
entrevista. Teniendo en cuenta algunos cabellos blancos entre sus largos bucles
castaños, su cuerpo más bien fláccido y su ropa de institutriz << a la
antigua >>, respondí que sobre la cuarentena. Con los ojos bajos,
enrojeciendo de placer, me dijo que tenía cincuenta y nueve años. A mí me
parecía más desdichado que halagador el poseer una cara de jovencita a esa
edad, pero me callé. Me entregó una nota de su médico y, mientras yo trataba de
leerla, se lanzó en el relato de su vida con una voz monótona, como si la
hubiese contado muchas veces en situaciones similares. Vivía con mamá, que se
encontraba muy bien, a Dios gracias, porque era necesario que alguien se
ocupase de la compra y del arreglo de la casa, y ella, a causa de su
enfermedad, sólo salía para someterse a tratamiento. Las dos habitaban desde
siempre, a Dios gracias, en un apartamento de una planta baja. Ella se parecía
como una gota de agua a mamá y nada en absoluto a papá, que se había <<
ido >> antes de que ella naciese y que no había dejado tras él más que el
apartamento y una foto que se diría Rodolfo Valentino. Tiempo atrás, había
trabajado en una escuela maternal, no como maestra, << ya se lo puede
usted imaginar >>, sino en la administración, en los ficheros. Más tarde,
trabajó en La Paternal, << es
divertido, ¿verdad? >>, donde se ocupada de las fichas correspondientes a
los accidentados del trabajo. Y después, nada;
tenía demasiados dolores. Ya no podía andar; el pie estaba completamente
rígido. Por eso hacía diez años que vivía en casa con mamá, que se encontraba
muy bien, a Dios gracias.
Sonó el
teléfono. Era su médico, que creía que ella no estaba citada hasta el día siguiente.
Me confesó su perplejidad ante su caso. ¿Padecía una descalificación, una forma
de esclerosis en placas, las consecuencias de un accidente infantil cuya
gravedad nadie había advertido o una secuela de la polio? No creía demasiado en
esas posibilidades, pero no estaba seguro de nada. La había sometido a todos
los tests posibles e imaginables, la había enviado a un sinfín de
especialistas, pero nadie había formulado un diagnóstico convincente.
Colgué y
pedí a la señorita O. que se levantase y diese algunos pasos. No podía levantar
el pie izquierdo. Por lo tanto, apoyaba exclusivamente la punta del pie en el
suelo, nunca el talón. El otro pie, vuelto exageradamente hacia el interior,
era un montón de callosidades, de pieles muertas, con los dedos deformados,
crispados, aplastados los unos contra los otros. Caminaba con ayuda de un
bastón y le costaba un gran esfuerzo.
La ayudé a
echarse en el suelo y a alzar las piernas en ángulo recto. No me resultó
demasiado difícil, aunque las rodillas se volvieron todavía más hacia dentro.
Los aductores, << músculos de la virginidad >>, que, partiendo del
pubis, descienden por el interior de los muslos, presentaban una asombrosa
rigidez y mantenían las piernas estrechamente apretadas.
-
Por
las noches, me dan unos calambres horribles en el interior de los muslos. A
menudo me despiertan en pleno sueño. Siempre tengo el mismo sueño.
No dije nada, esperando a que continuase.
-
Sueño
que caigo.
Bien. Cogí sus pies entre mis manos y le pedí
que apretase todavía más las piernas. Dejó escapar un grito de dolor, intentó
moverse en todos los sentidos. La parte delantera de los muslos formaba una
bola. Le dije que lanzase el talón del pie izquierdo hacia el techo. Indignada,
me respondió:
-
Pero
¿se cree que he venido aquí para esto? Usted sabe que me es imposible…
Le propuse
hacerlo en su lugar. El pie se resistía. Insistí. Se esbozó un ligero
movimiento. Seguí insistiendo y el pie cedió, sostenido exclusivamente por la
punta de mis dedos. ¿De manera que el pie se movía? En consecuencia, podía
moverlo. Le sugerí entonces que lo hiciese ella sola. Otra vez la indignación.
No podía, así que no había más que hablar.
Le apoyé
los pies –las piernas seguían en ángulo recto con el suelo- contra el respaldo
de una silla y me dediqué a trabajarle la nuca. Se quejaba de tener la boca
seca. Le dije que girase la cabeza de derecha a izquierda. Protestas y gritos.
Cuando al fin dejé sus piernas, emitía gemidos entrecortados. Violentos
temblores espasmódicos agitaban los aductores. Temblando de frío, murmuró:
-
Me
está usted destrozando. Usted me mata.
Le eché
encima una manta y me senté a su lado. Le expliqué que sus músculos eran
capaces de moverse, que podían doblar y desdoblar el pie, pero que ella no les
enviaba las órdenes adecuadas.
-
Entonces,
la causa se encuentra sin duda en la cabeza –dijo-. ¡Tengo una lesión de
cerebro!
Le pregunté
si lo creía así verdaderamente. Dos profundas arrugas se marcaron entre sus
ojos. Me dirigió una mirada nueva. Con una voz que no reconocí, dijo:
-
No,
no tengo ninguna lesión de cerebro. Pero la cosa ocurre en mi cabeza, ¿no es
cierto?
Le expliqué
que cuerpo y cabeza constituyen un todo fiel e íntegro. Le propuse que viniese
regularmente y le sugerí que podría conseguir grandes progresos. Aceptó,
añadiendo a continuación:
-
Ya
lo verá. Le dejaré hacer cuanto quiera.
Le respondí
que, en ese caso, no lograría nada, que era ella quien tenía que realizar el
trabajo. Lo comprendió muy bien. No era en absoluto tan torpe como pretendía
aparentar. Se llevó una mano a la frente, se la pasó por los párpados, por la
mejilla, por la boca. Tras su máscara de muñeca, se escondía una mujer que
había esperado durante cincuenta y nueve años para empezar a tener un rostro. Y
con respecto a su cuerpo, ¿cuánto tiempo tendría que esperar todavía antes de
descubrir que poseía un cuerpo de mujer?
Cundo se
marchó, me sentí nerviosa, acorralada, asediada por la tristeza. Françoise Mézières afirma que nunca es tarde para
tomar conciencia del cuerpo, para descubrir en sí mismo el coraje, la
combatividad, la potencia vital. Pero al pensar en la señorita O., en esa larga
muerte que había durado toda su vida, me dije que también que nunca es
demasiado pronto para tomarle miedo al cuerpo, un miedo paralizante, suicida.
Miedo al
cuerpo…, miedo a las palabras… A veces, ambos son indisociables. Quien no tiene
más que una conciencia fragmentaria y fugitiva de su cuerpo, quien únicamente
lo conoce desde el exterior, se ve obligado a pegar una etiqueta en el
embalaje, y el término que cree justo para describirse coincide precisamente
con el que le asusta por encima de todo. << Perverso >>, <<
homosexual >>, dos de los más temidos por muchos hombres y mujeres, que
buscan en ellos su << identidad >>, pero recelan de encontrar su
perdición.
Sin embargo,
quien ha resucitado las zonas muertas de su cuerpo, quien conoce, o al menos
sospecha, la multiplicidad de sus deseos y la riqueza de sus medios de
actuación y de reacción, no puede ya aceptar las definiciones del diccionario.
Descubre que las definiciones, la nosografía, no se adaptan a la nueva
experiencia de su cuerpo. Sólo sirven para mantenerlo en los límites de la
definición anterior, para definirlo con respecto a lo que no se ha atrevido a
vivir hasta ahora.
En lugar de
relatarse su vida a todo largo de ésta –de
pensar y, por lo tanto, de ser únicamente por medio de las palabras-, se toma
al fin de tiempo de escuchar los mensajes sutiles y variados de su cuerpo.
Descubre que su cuerpo es él, y que va más lejos, que es más rico y profundo
que las palabras. Descubre que puede detener ese monólogo continuo que
constituye su pensamiento y obtener la prueba de su existencia a través de sus sensaciones.
Entonces descubre un nuevo lenguaje, un lenguaje amoroso que le pertenece y
cuya sola fuente de referencia es su cuerpo. En la multiplicidad de sus
posibilidades, de sus deseos, descubre la multiplicidad de su sexualidad, sus
sexualidades. Hetero…, homo…, bi…; es la sexualidad, el hecho de la propia
sexualidad, lo que cuenta; el hecho del propio cuerpo en su plenitud.
Convertido
en el vehículo de su imaginación, su cuerpo puede al fin metamorfosearse a
partir de su realidad y en función de sus deseos y de los deseos de otro.
Metamorfosearse no quiere decir renegar de sí mismo, esconderse, sino ser uno
mismo en todas sus posibilidades. Quien conoce su cuerpo sólo rechaza lo que es
falso para él, lo que no vive en su cuerpo. Libre al fin de las definiciones,
de las represiones, de las prohibiciones, practica una verdadera libertad
sexual.
**Thérese Bertherat creó en los años '70 la Antigimnasia, resultando así pionera en lo que respecta a terapias psico-corporales. Fisioterapeuta de formación, Thérèse Berterat ha estudiado numerosas técnicas y terapias corporales como la bioenergética, la eutonía, rolfing, gestalt, acupuntura, las teorías de la medicina tradicional china y el psicoanálisis, desde Freud a Jung, pasando por los trabajos de Wilhem Reich. Es también autora de Con el consentimiento del cuerpo, Las estaciones del cuerpo, La guardia del tigre y Correo del cuerpo.
Podés ver más sobre Antigimnasia en:
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