domingo, 23 de febrero de 2014

"La Mujer Libre" de Emma Goldman


En este texto la gran autora, oradora,pensadora y activista por el feminismo y el anarquismo; Emma Goldman, reflexiona sobre lo que ella consideraba (por el año 1906, fecha de la que data este ensayo) como la gran tragedia de la mujer moderna.

Partamos, para empezar, de la siguiente premisa: con independencia de todas las teorías políticas y económicas que tratan sobre las diferencias fundamentales entre los distintos grupos de la especie humana, con independencia de las distinciones de clase y raza y de todas las diferencias artificiales entre los derechos del hombre y de la mujer, hay un punto en que esas diferencias pueden suprimirse y dar lugar a una unidad perfecta. 
Con ello no quiero proponer una tregua. El antagonismo social generalizado que se ha apoderado en la actualidad de todos los aspectos de nuestra vida pública, suscitado por la fuerza de intereses opuestos y contradictorios, saltará hecho pedazos cuando se haga realidad la reorganización de nuestra vida social, basada en los principios de la justicia económica.

La paz y la armonía entre los sexos y los individuos no dependen necesariamente de la igualdad superficial de los seres humanos, ni exige la eliminación de los rasgos y peculiaridades personales. El problema con el que nos enfrentamos hoy, y que sin duda se resolverá en un futuro próximo, es el de cómo ser uno mismo y estar a la vez unido a los demás, cómo sentirse profundamente ligado a todos los seres humanos y seguir manteniendo, sin embargo, las características propias. Y éste me parece el terreno común en el que la masa y el individuo, el demócrata auténtico y el ser original auténtico, el hombre y la mujer, pueden encontrarse sin antagonismo y sin oposición. La divisa no debe ser: perdonemos los unos a los otros, sino más bien entendámonos mutuamente. La frase de Madame de Staël tan frecuentemente citada - «Entender todo significa perdonar todo»- nunca me ha merecido especial aprecio; tiene un cierto tufo confesional; perdonar a otro ser humano da la idea de una superioridad fariseo; basta con entenderlo. La premisa que hemos sentado al comienzo constituye en cierta medida un aspecto fundamental de mis opiniones sobre la emancipación de la mujer y sus efectos sobre el sexo femenino.
La emancipación debería permitir a la mujer convertirse en un ser humano en el sentido más propio del término. Todo lo que dentro de ella pugna por afirmarse y actuar debería alcanzar su más plena expresión; habría que romper todas las barreras artificiales y eliminar todos los vestigios de siglos de sumisión y de esclavitud que obstaculizan el camino hacia una mayor libertad.
Ese era el objetivo original del movimiento en pro de la emancipación de la mujer, pero los resultados alcanzados hasta el momento la han aislado y despojado del manantial de esa felicidad que es tan esencial para ella. La emancipación exclusivamente exterior ha hecho de la mujer moderna un ser artificial, que recuerda uno de los productos de la arboricultura francesa, con sus árboles y arbustos en forma de arabesco, sus pirámides, círculos y guirnaldas; todo excepto las formas que serían la expresión de sus propias cualidades interiores. Esas plantas cultivadas artificialmente del sexo femenino son muy abundantes, especialmente en la llamada esfera intelectual de nuestra vida.
¡Libertad e igualdad para la mujer! Cuántas esperanzas y aspiraciones despertaron esas palabras cuando las pronunciaron por primera vez algunas de las almas más nobles y valientes de entonces. El sol se iba a elevar en toda su luz y esplendor sobre un mundo nuevo, en el que la mujer podría elegir libremente su propio destino, objetivo digno sin duda del mayor entusiasmo, valor, perseverancia y esfuerzo incesante por parte del gran número de pioneros - hombres y mujeres- que se jugaron todo frente a un mundo lleno de prejuicios e ignorancia.
También mis esperanzas se encaminan hacia ese objetivo, pero sostengo que la emancipación de la mujer, tal como se interpreta y se practica hoy, no ha logrado alcanzarlo. En la actualidad la mujer se enfrenta con la necesidad de emanciparse de la emancipación si en realidad quiere ser libre. Esta afirmación que puede parecer paradójica es, sin embargo, una gran verdad.
¿Qué es lo que ha conseguido la mujer con la emancipación? Igualdad de sufragio en unos cuantos Estados. ¿Se ha purificado con ello nuestra vida política, como predicaban muchos abogados bien intencionados? No, por cierto. Ha llegado la hora, por otra parte, de que las personas sencillas y de buen juicio dejen de hablar de la corrupción de la política con tonillo de maestros de escuela. La corrupción de la política no tiene nada que ver con la moral o con la relajación de las costumbres de algunas personalidades políticas. La causa es totalmente material. La política es el reflejo del mundo de los negocios y de la industria, cuyos lemas son «Tomar es mejor que dar»; «compra barato y vende caro»; «una mano sucia lava la otra». No existe ninguna esperanza de que la mujer, con su derecho al voto, llegue nunca a purificar la política.
La emancipación ha traído a la mujer la igualdad económica con el hombre, es decir, la posibilidad de elegir una profesión u oficio; pero, como la formación física que ha recibido en el pasado y en la actualidad no le ha dado la fuerza suficiente para competir con el hombre, se ve a menudo obligada a agotar su energía, a gastar su vitalidad y a destrozar su sistema nervioso para poder alcanzar el valor del mercado. Hay muy pocas que triunfan, ya que ni las profesoras, doctoras, abogados, arquitectos e ingenieros gozan de la misma confianza que sus colegas masculinos, ni reciben salarios iguales. Y las que alcanzan la ansiada igualdad, la consiguen por lo general a costa de su bienestar físico y psíquico. En cuanto a la gran masa de muchachas y de mujeres trabajadoras, ¿qué clase de independencia consiguen si sustituyen la estrechez y falta de libertad del hogar por la estrechez y falta de libertad de la fábrica, tienda, almacén u oficina? Muchas mujeres tienen que ocuparse además de un «hogar, dulce hogar» (frío, desordenado, triste, nada acogedor) después de un día de duro trabajo. ¡Maravillosa independencia! No es de extrañar que cientos de muchachas estén dispuestas a aceptar la primera oferta de matrimonio, hartas y cansadas de su «independencia» detrás del mostrado, o sentadas ante la máquina de escribir o de coser. Están dispuestas a casarse como las muchachas de la clase media, que ansían librarse del yugo de la autoridad paterna. Una pretendida independencia que sólo permite ganar la pura subsistencia no es tan atractiva ni ideal como para que pueda esperarse de la mujer que sacrifique todo por ella. Nuestra independencia tan encomiada no es, después de todo, más que un lento proceso de insensibilización y asfixia de la naturaleza femenina, del instinto amoroso y maternal.
Y a pesar de todo, la situación de la muchacha obrera es mucho más natural y humana que la de su hermana de las clases cultas y profesionales (maestras, físicas, abogados, ingenieros, etc.) -a primera vista más afortunadas- que tienen que aparentar una actitud digna y decorosa mientras que su vida interior está vacía y muerta. 
La estrechez de la concepción actual de la independencia y emancipación de la mujer, el miedo de amar a un hombre que no sea su igual socialmente; el miedo a que el amor le arrebate su libertad y su independencia; el horror a que el amor o la alegría de la maternidad sirvan solamente para entorpecer el pleno ejercicio de sus profesión, todo ello hace de la mujer emancipada actual una virgen reprimida ante la cual fluye la vida, con sus grandes penas esclarecedoras y sus profundas y fascinantes alegrías, sin tocar ni conmover su alma.
(1)
La emancipación, tal como la entienden la mayoría de sus partidarios y defensores, no es lo suficientemente amplia para dar cabida al amor y al éxtasis ilimitados, contenidos en la emoción profunda de la mujer, amante o madre verdaderamente libre. 
La tragedia de la mujer económicamente independiente no estriba en que tenga demasiadas experiencias, sino en que tiene muy pocas. Es cierto que aventaja a sus hermanas de las anteriores generaciones en conocimiento del mundo y de la naturaleza humana, pero precisamente por eso siente profundamente la falta de esencia vital, la única que puede enriquecer el alma humana y sin la cual la mayoría de las mujeres se han convertido en simples autómatas profesionales.
Los que previeron el advenimiento de la actual situación son los mismos que se dieron cuenta de que, en el campo de la moral, siguen perviviendo muchos de los viejos residuos de la época de indiscutible superioridad masculina, residuos que todavía se consideran útiles y, lo que es más grave, de los que no pueden prescindir gran parte de las emancipadas. Todo movimiento que pretenda destruir las actuales instituciones y reemplazarlas por otras más avanzadas y perfectas tienen seguidores que, en teoría, son partidarios de las ideas más radicales, pero que, no obstante, en su práctica diaria sin filisteos que fingen respetabilidad y que necesitan que sus adversarios tengan buena opinión de ellos. Hay, por ejemplo, socialistas y anarquistas que defienden la idea de que la propiedad es un robo y que, sin embargo, se indignarían si alguien les debiera dos reales.
Ese mismo filisteísmo existe en el movimiento en pro de la emancipación de la mujer. Los periodistas de la prensa amarilla y los literatos de vía estrecha han hecho semblanzas de la mujer emancipada que ponen los pelos de punta al buen ciudadano y a sus aburridas compañeras. Se ha descrito a toda mujer que pertenezca al movimiento pro-derechos civiles de la mujer como una George Sand, que siente un absoluto desprecio por la moralidad. Nada es sagrado para ella. No tiene ningún respeto por la relación ideal entre hombre y mujer. En resumen, la emancipación pretende solamente una vida sin escrúpulos de lujuria y pecado, al margen de la sociedad, la religión y la moralidad. Los partidarios de los derechos civiles de la mujer se indignaron ante esa falsa interpretación y, con una gran falta de sentido del humor, usaron toda su energía para demostrar que no eran en absoluto tan malas como se pretendía, sino todo lo contrario. Por supuesto, mientras la mujer fue la esclava del hombre, no podía ser buena y pura, pero ahora que era libre e independiente demostraría lo buena que podía ser y el efecto purificador que tendría su influencia en todas las instituciones de la sociedad. Es cierto que el movimiento pro-derechos civiles de la mujer ha roto muchas cadenas, pero ha forjado otras nuevas. El gran movimiento de la verdadera emancipación no ha encontrado una gran raza de mujeres capaces de mirar la libertad cara a cara. Su visión estrecha y puritana hizo que prescindieran del hombre en su vida emocional, como de un personaje sospechoso y perturbador. A ningún precio podía tolerarse al hombre, salvo quizá como padre de un hijo, ya que no era posible tener un hijo sin padre. Por fortuna, las más rígidas puritanas nunca serán lo bastante fuertes para acabar con el instinto innato de la maternidad. Pero la libertad de la mujer está íntimamente ligada a la libertad del hombre, y muchas de mis hermanas, pretendidamente emancipadas, parecen olvidar el hecho de que un niño nacido en libertad necesita el amor y los cuidados de toda persona que le rodee, sea hombre o mujer. Por desgracia, a esa concepción estrecha de las relaciones humanas se debe la tragedia de las vidas de los hombres y las mujeres modernos. 
Hace unos quince años apareció una obra de la brillante escritora noruega Laura Marholm, titulada Woman, a Character Study («La mujer, de estudio de un carácter»). Ella fue la primera en llamar la atención del vacío y la pobreza de la actual concepción de la emancipación femenina y de sus trágicos efectos sobre la vida interior de la mujer. En su libro, Laura Marholm habla del destino de varias mujeres de dotes extraordinarias y de fama internacional: la genial Eleonora Duse; la gran matemática y escritora Sonya Kovalevsky; el temperamento lírico y artístico de María Bashkirtseff, que murió tan joven. En las vidas de esas mujeres de extraordinaria inteligencia podemos encontrar profundas huellas del anhelo insatisfecho de una vida plena, colmada y hermosa, y la insatisfacción y soledad que les producía el carácter de ella. En esos bocetos psicológicos magistralmente trazados no podemos por menos de darnos cuenta de que cuanto mayor es el desarrollo mental de la mujer, menos posibilidades tiene de encontrar el compañero adecuado que busca en ella no solamente el sexo, sino también el ser humano, el amigo, el camarada, en posesión de una individualidad acusada y que no puede ni debe perder la integridad de sus rasgos propios.
El hombre medio, con su autosuficiencia, su ridículo aire de superioridad y su paternalismo hacia el sexo femenino, no puede servir al tipo de mujer descrito en Character Study de Laura Marholm. Tampoco puede servirle el hombre que no ve más que su mentalidad y su genio, y que no logra despertar su naturaleza femenina.
Se considera por lo general que una inteligencia rica y un alma delicada son atributos inherentes a una personalidad compleja y sugestiva. En el caso de la mujer moderna, esos atributos sirven de estorbo para la afirmación completa de su ser. Durante más de cien años, se ha denunciado la vieja fórmula matrimonial, basada en la Biblia, «hasta que la muerte nos separe», como una institución que afirma la soberanía del hombre sobre la mujer, la completa sumisión de ésta a sus caprichos y órdenes, y su absoluta dependencia respecto del hombre y apoyo que le presta el marido. Una y mil veces se ha demostrado de forma concluyente que la vieja relación matrimonial reducía a la mujer a la función de sirvienta del hombre y madre de sus hijos. Y, a pesar de todo, encontramos a muchas mujeres emancipadas que prefieren el matrimonio, con todos sus defectos, a la estrechez de una vida de soltera, limitada e insoportable debido a las cadenas de los prejuicios morales y sociales que ahogan y reprimen su naturaleza.
Esa inconsecuencia de muchas mujeres avanzadas se debe a que nunca entendieron realmente el significado de la emancipación. Creyeron que bastaba con liberarse de las tiranías externas; dejaron campar por sus respetos a los tiranos internos, mucho más perniciosos para la vida y el desarrollo (la ética y las convenciones sociales) y éstos actuaron a sus anchas, y parecen dominar los corazones y las cabezas de las más activas representantes de la emancipación de la mujer, lo mismo que dominaban en los de nuestras abuelas.
Estos tiranos interiores pueden presentarse en forma de miedo a la opinión pública, o a lo que diga la madre, el hermano, el padre, la tía o cualquier otro pariente, o a lo que dirán la señora Grundy, el señor Comstock, el jefe o la asociación de padres y educadores. ¿Y qué van a decir todos esos entremetidos, detectives morales y carceleros del espíritu humano? Hasta que la mujer no haya aprendido a desafiarlos a todos, a mantenerse firme en su puesto y a insistir en su libertad sin restricciones, a escuchar la voz de su naturaleza cuando pida lo más hermosos que puede dar la vida, el amor por un hombre, o su más excelente privilegio, el derecho a tener un hijo, no podrá considerarse emancipada. ¿Cuántas mujeres emancipadas tienen bastante valor para reconocer que la voz del amor está llamando, latiendo para reconocer que en su pecho, pidiendo que se la escuche y que se la satisfaga?
La escritora francesa Jean Reibrach intenta describir en una de sus novelas, New Beauty [«La nueva belleza»], el ideal de mujer hermosa y emancipada. Ese ideal está encarnado en una joven médico que habla con gran conocimiento y propiedad de cómo hay que alimentar a los niños; es buena y regala medicinas a las madres pobres. Charla con un joven amigo suyo sobre las condiciones sanitarias del futuro y sobre la manera de exterminar los bacilos y los gérmenes viviendo en casas de suelos y paredes de piedra, sin ninguna colgadura o alfombra. Por supuesto, viste de manera sencilla y práctica, de negro casi siempre. El joven, que al principio está intimidado por la sabiduría de su emancipada amiga, aprende poco a poco a entenderla y se da cuenta un buen día que la ama. Ambos son jóvenes, y ella es amable y hermosa y, aunque siempre viste con gran sobriedad, su aspecto se dulcifica con un cuello y unos puños de inmaculada blancura. Cabría esperar que él le declarara su amor, pero el muchacho no es de los que se dejan llevar por absurdos romanticismos. La poesía y el entusiasmo amoroso cubren su rostro ruboroso ante la pura belleza de la dama. Mantiene él en silencio la voz de su naturaleza y se comporta correctamente. Ella, a su vez, es siempre precisa, racional y correcta. Me temo que, si hubieran llegado a unirse, el joven habría corrido el riesgo de helarse hasta los huesos. Debo confesar que no veo nada hermoso en esa nueva belleza, tan fría como la piedra de las paredes y de los suelos con los que sueña. Prefiero las canciones de amor de las épocas románticas, a Don Juan y a Madame Venus, la fuga con cuerda y escala en una noche de luna, seguida de la maldición del padre, los lamentos de la madre y los comentarios morales de los vecinos, a la corrección y al rigor matemático. Si el amor no sabe cómo dar y tomar sin restricción, no es amor, sino una transacción que nunca dejará de sopesar los pros y los contras.
El gran defecto de la emancipación en la actualidad estriba en su inflexibilidad artificial y en su respetabilidad estrecha, que produce en el alma de la mujer un vacío que no deja tener beber de la fuente de la vida. En una ocasión señalé que parece existir una relación más profunda entre la madre y ama de casa al viejo estilo, aun cuando esté dedicada al cuidado de los pequeños y a procurar la felicidad de los que ama, y la verdadera mujer nueva, que entre ésta y el término medio de sus hermanas emancipadas. Las discípulas de la emancipación pura y simple pensaron de mí que era una hereje digna de la hoguera. Su ceguera no les dejó ver que mi comparación entre lo nuevo y lo viejo era simplemente para demostrar que un gran número de nuestras abuelas tenían más sangre en las venas, más humor e ingenio y, por supuesto, mucha más naturalidad, buen corazón y sencillez, que la mayoría de nuestras mujeres profesionales emancipadas que llenan los colegios, aulas universitarias y oficinas. Con esto no quiero decir que haya que volver al pasado, ni que condene a la mujer a sus antiguos dominios de la cocina y los hijos.
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La salvación está en el avance hacia un futuro más brillante y más claro. Necesitamos desprendernos sin trabas de las viejas tradiciones y costumbres, y el movimiento en pro de la emancipación de la mujer no ha dada hasta ahora más que el primer paso en esa dirección. Hay que esperar que se consolide y realice nuevos avances. El derecho al voto o la igualdad de derechos civiles son reivindicaciones justas, pero la verdadera emancipación no comienza ni en las urnas ni en los tribunales, sino en el alma de la mujer. La historia nos cuenta que toda clase oprimida obtuvo la verdadera libertad de sus señores por sus propios esfuerzos. Es preciso que la mujer aprenda esa lección, que se dé cuenta de que la libertad llegará donde llegue su capacidad de alcanzarla. Por consiguiente, es mucha más importante que empiece con su regeneración interior, que abandone el lastre de los prejuicios, de las tradiciones y de las costumbres. La exigencia de derechos iguales en todos los aspectos de la vida profesional es muy justa, pero, después de todo, el derecho más importante es el derecho de amar y a ser amada. Por supuesto, si la emancipación parcial ha de convertirse en una emancipación completa y auténtica de la mujer, deberá acabar con la ridícula idea de que ser amada, convertirse en novia y madre, es sinónimo de ser esclava o subordinada. Tendrá que terminar con la ridícula idea del dualismo de los sexos, o de que el hombre y la mujer representan dos mundos antagónicos.
La mezquindad separa y la libertad une. Seamos grandes y desprendidas y no olvidemos los asuntos vitales, agobiadas por las pequeñeces. Una idea verdaderamente justa de la relación entre los sexos no admitirá los conceptos de conquistador y conquistada; lo único importante es darse a sí mismo sin límites para encontrarse más rico, más profundo y mejor. Solamente eso puede llenar el vacío y transformar la tragedia de la mujer emancipada en una alegría sin límites.



Fuentes:
*De Anarchism and other Essays (El anarquismo y otros ensayos), de Emma Goldman. Publicado por Mother Earth 
Publishing Association. Traducción Joaquina Aguilar López. 

(1) Emma Goldman.
(2) Rosa Luxemburgo, Simone de Beavoir y Emma Goldman, respectivamente, en una playa en los años '30.

sábado, 1 de febrero de 2014

CHRISTIANE NORTHRUP Cuerpo de mujer, sabiduría de mujer Una guía para la salud física y emocional.

Compartimos un fragmento del principio de este libro, escrito por una médica ginecóloga que descubrió el poder del cuerpo de las mujeres a partir de su propia experiencia y que a raíz de eso se comprometió y fue más allá; logrando dar cuenta de las falencias que la medicina tradicional ejerce, sometiendo a mujeres todos los días, a través de sus prácticas. Dejamos aquí esta primer parte como un señuelo hacia el libro completo. De forma introductoria, CHRISTIANE NORTHRUP caracteriza las herencias culturales que el <> produce y reproduce, en detrimento de la mujer.


El mito patriarcal y el sistema adictivo

La conciencia crea el cuerpo. Nuestro cuerpo está hecho de sistemas energéticos dinámicos influidos por la dieta, las relaciones, la herencia y la cultura, y la interacción entre todos estos factores y actividades. No estamos ni siquiera próximos a entender cómo interaccionan entre sí nuestros sistemas corporales y mucho menos cómo interaccionan con los de otras personas. Sin embargo, a lo largo de veinte años de ejercicio de la medicina, se me ha hecho evidente que no puede producirse curación para las mujeres mientras no hagamos un análisis crítico y cambiemos algunas de las creencias y suposiciones culturales que inconscientemente todas heredamos e interiorizamos. No podemos esperar recuperar nuestra sabiduría corporal y nuestra capacidad innata para crear salud sin comprender primero la influencia de nuestra sociedad en lo que pensamos de nuestro cuerpo y en nuestra manera de cuidarlo.

Nuestra herencia cultural

Durante los cinco últimos milenios, la civilización occidental ha descansado sobre la mitología del patriarcado, la autoridad de los hombres y los padres. Si, como dice Jamake Highwater, «todas las creencias y actividades humanas nacen de una mitología subyacente», entonces es fácil deducir que si nuestra cultura está totalmente «regida por el padre», nuestra visión del cuerpo femenino e incluso nuestro sis- tema médico también siguen leyes de orientación masculina. Sin embargo el patriarcado es sólo uno de los muchos sistemas de organización social posibles.
Incluso así, no seremos capaces de crear otro tipo de organización social mientras no nos sanemos dentro de la cultura en que estamos. He estado incontables veces en la sala de partos cuando nace una niña, y la mujer que la ha dado a luz mira a su marido y le dice: «Lo siento, cariño». ¡Le pide disculpas porque el bebé no es un varón! Es terrible presenciar cómo se rechaza a sí misma la madre al pedir disculpas por el producto de sus nueve meses de gestación y el laborioso parto. Sin embargo, cuando nació mi segunda hija, me horroricé al oír surgir en mi cerebro esas mismas palabras de disculpa a mi marido, provenientes del inconsciente colectivo de la raza humana. No las dije en voz alta, pero aparecieron en mi cabeza, con absoluta espontaneidad. Entonces comprendí qué antiguo es y qué arraigado está este rechazo de lo femenino tanto en los hombres como en las mujeres.
Nuestra cultura da a las niñas el mensaje de que su cuerpo, su vida y su feminidad exigen pedir disculpas. ¿Has notado con qué frecuencia pedimos disculpas las mujeres? Hace poco iba yo por la calle cuando un hombre chocó con una mujer que iba caminando tranquilamente e hizo que se le cayera un paquete al suelo. Pues fue ella quien se deshizo en disculpas. En algún recóndito lugar de nuestro interior llevamos una disculpa por el hecho mismo de existir. Anne Wilson Schaef escribe: «El pecado original de nacer mujer no se redime por las obras». Por muchos títulos que obtengamos en la universidad, por muchos premios que recibamos, en cierto modo nunca damos la talla. Si hemos de pedir disculpas por nuestra existencia desde el día en que nacemos, podemos suponer que el sistema médico de nuestra sociedad nos va a negar la sabiduría de nuestro cuerpo de «segunda clase». En esencia, el patriarcado proclama a voz en grito el mensaje de que el cuerpo femenino es inferior y debe ser dominado, controlado.
Nuestra cultura niega habitualmente lo insidiosos y omnipresentes que son los problemas relacionados con el sexo. En el ejercicio de mi trabajo, descubrí que el abuso sexual contra las mujeres es epidémico, ya sea sutil o descarado. Y he visto cómo ese abuso prepara el camino para la enfermedad en el cuerpo femenino. Consideremos los siguientes datos: un estudio realizado por la doctora Gloria Bachmann estima que un 38 por ciento de las mujeres adultas de Estados Unidos sufrieron abusos sexua- les en la infancia. Dado que es corriente no denunciar estos abusos, sólo entre un 20 y un 50 por ciento de estos incidentes llegan a conocimiento de las autoridades, de modo que el porcentaje podría ser mayor. Una de cada tres mujeres residentes en Estados Unidos tienen posibilidades de ser violadas alguna vez en su vida, y el 50 por ciento de las mujeres casadas son golpeadas al menos una vez en su vida conyugal. La investigación de la doctora Leah Dickstein ha documentado que el maltrato conyugal es la causa de uno de cada dos intentos de suicidio entre las mujeres negras, y uno de cada cuatro entre las blancas. Estudios realizados por Lori Hesse, del Instituto World Watch, señalan que, en todo el mundo, mueren cuatro veces más niñas que niños de desnutrición porque el alimento se da de preferencia a los niños. En China, se calcula que cada dos semanas 440.000 niñas son abandonadas o entregadas en adopción. Según el informe de las Naciones Unidas sobre la situación de la mujer, las mujeres hacen dos tercios del traba- jo del mundo por salarios equivalentes a un décimo de los salarios mundiales, y poseen menos de un centésimo de las propiedades del mundo. Un destacado estudio sobre la discriminación sexual en las escuelas, realizado por la Asociación de Mujeres Universitarias de Estados Unidos, confirmó un anterior informe que decía que, comparados con las chicas, los chicos tienen cinco veces más probabilidades de que los profesores les presten atención, y ocho veces más probabilidades de que se les haga participar en la clase.

El patriarcado produce adicción

La manera judeocristiana de ver el mundo que inspira la civilización occidental considera que el cuerpo y la sexualidad femeninos, representados en la persona de Eva, son los responsables de la caída de la humanidad. Durante miles de años las mujeres han sido golpeadas, maltratadas, violadas, quemadas en hogueras y culpadas de todo tipo de males simplemente por ser mujeres. En esta era de cambios rápidos, nos olvidamos de que las mujeres no obtuvimos el derecho al voto hasta 1920.
En 1949, en su libro El segundo sexo, Simone de Beauvoir escribió: «El hombre goza de la gran ven- taja de tener a un dios que respalda las leyes que escribe. Y puesto que el hombre ejerce una autoridad soberana sobre las mujeres, es particularmente afortunado que esta autoridad se la haya otorgado el Ser Su- premo. Para los judíos, mahometanos y cristianos, entre otros, el hombre es el amo por derecho divino; el temor de Dios reprimirá por lo tanto cualquier impulso hacia la revuelta entre las pisoteadas mujeres». La creencia de que los hombres están destinados a mandar sobre las mujeres está muy arraigada en muchas tradiciones occidentales.
La organización patriarcal de nuestra sociedad exige que las mujeres, sus ciudadanas de segunda clase, no hagan caso de sus esperanzas y sueños, o se aparten de ellos, por deferencia hacia los hombres y las exigencias de su familia. Esta obstrucción o negación de nuestras necesidades de autoexpresión y autorrealización nos causa un enorme sufrimiento emocional. Para no conectar con ese sufrimiento, corrientemente las mujeres hemos recurrido a substancias adictivas y hemos desarrollado comportamientos adictivos que han tenido por consecuencia un interminable ciclo de malos tratos que nosotras mismas hemos contribuido a per- petuar. Al ser maltratadas o maltratarnos a nosotras mismas, nos enfermamos. Cuando nos enfermamos, somos tratadas por un sistema médico patriarcal que denigra nuestro cuerpo. Muchas no recibimos una buena atención médica o ni siquiera la misma atención médica que reciben los hombres por las mismas enfermedades. Con mucha frecuencia empeoramos o contraemos problemas de salud crónicos, para los cuales el sistema médico no tiene respuestas ni tratamientos. Este es el ciclo que caracteriza nuestra atención médica actual. Y cada vez somos más las mujeres que descubrimos que esforzarnos por «triunfar como un hombre» también pone en peligro nuestro cuerpo.
Anne Wilson Schaef escribe que «cualquier cosa se puede usar de modo adictivo, ya sea una substancia (como el alcohol) o un proceso (como el trabajo). Esto se debe a que la finalidad o función de una adicción es poner un amortiguador entre nosotras mismas y nuestra percepción de nuestros sentimientos. Una adicción nos sirve para insensibilizarnos, para desentendemos de lo que sabemos y de lo que sentimos». Lo bueno es que cuando reconocemos y dejamos salir nuestro sufrimiento emocional, nos conectamos inmediatamente con nuestros sentimientos, los cuales pueden actuar de sistema orientador o guía interior. Está claro que necesitamos un nuevo tipo de actitud y sabiduría médicas que nos ayude a ponernos en contacto con nuestro dolor interior como primer paso hacia la sanación.
Ver esa conexión entre la adicción y el patriarcado ha sido esencial en mi comprensión de los comportamientos que se ocultan tras los principales problemas de salud de las mujeres. Lamentablemente, la palabra «patriarcado» suele ir acompañada de acusaciones a los hombres, pero la acusación es uno de los comporta- mientos claves que mantienen a las personas atascadas en sistemas que las dañan. Ni las mujeres ni los hombres ni la sociedad en su conjunto pueden avanzar y sanar mientras un sexo culpe al otro. Tenemos que deci- dirnos a avanzar y dejar atrás las acusaciones. Tanto los hombres como las mujeres perpetuamos el sistema en que vivimos con nuestros comportamientos adictivos cotidianos. Dando el nombre de «sistema adictivo» al patriarcado, Schaef ha hecho un progreso importantísimo en nuestra comprensión de los problemas de la sociedad. Demuestra que el modo como funciona nuestra sociedad es perjudicial tanto para los hombres como para las mujeres y que ambos sexos participamos plenamente en este sistema. Le estoy muy agradecida por sus penetrantes percepciones, las cuales comento a lo largo de todo este libro. Dar el nombre de «sistema adictivo» al patriarcado y ver los modos en que este sistema es perjudicial tanto para los hombres como para las mujeres no disminuye de ninguna manera la importancia del feminismo ni sus perspectivas. Caí en la cuenta de que esas perspectivas han hecho importantes aportaciones al pensamiento médico cuando, justo después de acabar mi periodo de prácticas como residente, encontré la siguiente entrada en el índice de la edición de 1980 del venerable libro de texto Williams Obstetrics: «Machismo, cantidades variables de, pp. 1-1102», es decir, todo el libro. ¿Qué corrector o encargado de realizar el índice insertó esa entrada en protesta anónima? Probablemente nunca lo sabremos.
Me gusta la definición de feminismo que da Sonia Johnson, porque contiene una visión de sanación: «Feminismo es la expresión hablada de las antiquísimas cultura y filosofía marginales basadas en valores que el patriarcado ha etiquetado de “femeninos”, pero que son necesarios para toda la humanidad. Entre los principios y valores del feminismo que más se diferencian de los del patriarcado están la igualdad universal, la solución no violenta de los problemas y la colaboración con la naturaleza, entre nosotros y con las demás especies».


Creencias fundamentales del sistema adictivo

Te animo a hacer un intento por comprender de qué modo participas en la sociedad adictiva. Cuando tomes más conciencia de tu papel en este bucle de interacciones, mejorará tu salud como persona y nuestra salud como sociedad. Comprueba si te suenan ciertas las siguientes descripciones de nuestras actitudes culturales con respecto a la mujer y la salud, descripciones que podrían servirte para ser más consciente de tu cuerpo y de tus problemas de salud.

Primera creencia: La enfermedad es el enemigo
Los sistemas adictivos han sido correctamente definidos como sociedades que están preparándose para la guerra o recuperándose de ella. Estas sociedades elevan los valores de la destrucción y la violencia por encima de los valores del sustento y la paz. Sólo tenemos que mirar lo que gasta nuestra sociedad en armamentos y defensa para ver dónde están sus valores, dado que la cantidad de dinero que gasta una sociedad en algo es una medida del valor que tiene ese algo en esa sociedad. El dinero que se destina a armas por minuto podría alimentar a dos mil niños desnutridos durante un año, y el precio de un carro de combate militar podría pro- porcionar aulas para treinta mil alumnos.
En consecuencia, el sistema médico establecido explica nuestro cuerpo no como un sistema diseñado homeostáticamente para tender a la salud, sino más bien como una zona en guerra. Abundan las metáforas militares en el lenguage médico occidental. La enfermedad o el tumor es «el enemigo» que hay que eliminar a toda costa. Rara vez, o nunca, se la considera un mensajero que intenta llamar nuestra atención. Incluso el sistema inmunitario, cuya función es mantenernos en equilibrio, se explica [en inglés] con terminología mili- tar, con sus linfocitos T «destructores» [en inglés, killer, que matan]. No hace mucho en nuestro centro, en una discusión en grupo sobre un tumor, uno de los radiólogos dijo: «Las municiones que hemos disparado sobre esa zona [la pelvis en este caso] no han logrado limpiarla de la enfermedad».
Creo que la predilección médica moderna por los medicamentos y la cirugía para tratar la enfermedad forma parte del enfoque agresivo patriarcal, o adictivo, de la enfermedad. Aquello que es natural y no tóxico se considera inferior a la «artillería pesada» de los fármacos, la quimioterapia y la radioterapia. Se hace caso omiso de los métodos de tratamiento naturales no farmacológicos que producen beneficios bien estudia- dos y documentados, como el toque terapéutico, por ejemplo. Se denigran los tratamientos que ofrecen cuidados complementarios; tampoco se presta atención a los estudios que demuestran su valor. Un ejemplo clásico de estudio descartado, y hay muchos, es uno sobre los efectos de la oración. Este estudio se realizó verdaderamente con el método de doble ciego: ni los médicos, ni las enfermeras ni los enfermos sabían por quié- nes se estaba orando. Pero el resultado fue que los enfermos de una unidad coronaria de cuidados intensivos por quienes estaba orando un grupo de personas que no sabían por quiénes oraban, quedaron con menos probabilidades de sufrir un infarto, de necesitar resucitación cardiopulmonar o respiración artificial (intubación endotraqueal), de sufrir de infección o neumonía y de necesitar medicamentos diuréticos que los en- fermos de la unidad por quienes no se oró.
Si un medicamento demuestra tener un efecto tan increíble, se consideraría no ético no usarlo. Dados los beneficios y la total ausencia de efectos secundarios de la oración, a un verdadero científico le fascinarían esos resultados y desearía estudiar aún más sus efectos. Sin embargo, cuando el doctor Bernie Siegel puso este artículo en el tablero de anuncios de la sala de médicos de su hospital, a las pocas horas ya un colega había escrito en la primera página: «CHORRADAS».
El sistema adictivo subordina el cuerpo al cerebro y a los dictados de la razón. Con frecuencia nos enseña a no hacer caso del cansancio, del hambre, de la incomodidad o de nuestra necesidad de cuidados y cariño. Nos condiciona a considerar el cuerpo un adversario, sobre todo cuando nos da mensajes que no quere- mos oír. Nuestra cultura suele tratar de matar al cuerpo como mensajero junto con el mensaje que trae. Sin embargo, el cuerpo es el mejor sistema sanitario que poseemos, si sabemos escucharlo.

Segunda creencia: La ciencia médica es omnipotente
Se nos ha enseñado que nuestro sistema de cuidado de la enfermedad nos ha de conservar sanos. Estamos condicionados socialmente a acudir a los médicos cuando estamos preocupados por nuestro cuerpo y nuestra salud. Se nos ha inculcado el mito de los dioses médicos, que los médicos saben más que nosotros sobre nuestro cuerpo, que el experto tiene la cura. No es de extrañar que cuando les pido a las mujeres que me digan lo que les pasa a su cuerpo me respondan: «Eso dígamelo usted, que es la médica». Para algunas mujeres los médicos son figuras de autoridad, junto con su marido y los sacerdotes. Ahora bien, cada mujer sabe más de sí misma que cualquier otra persona.
La ambivalencia de la mujer hacia su cuerpo y su propio juicio la perjudica psíquicamente. No hace mucho me decía una mujer: «No confío en los médicos; no me gusta la medicina. Sin embargo, me obsesionan y estoy siempre examinándome a ver qué me funciona mal. Voy a muchos médicos en busca de respuestas, y después me enfado cuando lo único que me ofrecen son fármacos y cirugía». Otras mujeres rechazan las alternativas cuando se las ofrecen, porque están convencidas de que sólo los fármacos o la cirugía las podrán ayudar. Sea como fuere, la mayoría de las mujeres están entrenadas para buscar las respuestas fuera de ellas, porque vivimos en una sociedad en la cual los supuestos expertos desafían y subordinan nuestro juicio, una sociedad en la cual no se respeta, no se alienta e incluso no se reconoce nuestra capacidad para sanar o estar sanas sin una ayuda externa constante.
En mi calidad de médica, se me formó para ser paternalista, la experta sabelotodo externa. La gente, a su vez, está condicionada a creer que los médicos son los modelos de comportamiento sano. Mis pacientes siempre temen, por ejemplo, que yo las voy a reprender porque han pasado un año sin hacerse una citología, algo que yo también he hecho de vez en cuando. Según informes de la Universidad de California, el 50 por ciento de los médicos no tienen médico de cabecera, algo que todos los médicos recomiendan a sus pacientes. El 20 por ciento de los médicos no hacen ningún tipo de ejercicio, sólo el 7 por ciento creen que beben «demasiado» alcohol, y el 50 por ciento de las médicas ni siquiera se hacen el autoexamen mensual de las mamas. Sin embargo, la gente entrega regularmente el control de su salud a esos modelos de vida no sana.
La propia medicina tiene un enfoque muy patológico. Los científicos rara vez estudian a las personas sanas, y cuando personas que sufren alguna enfermedad crónica o mortal se recuperan completamente, desafiando los pronósticos médicos estadísticos, los profesionales de la salud suelen creer que sus diagnósticos debieron de estar equivocados, en lugar de investigar por qué esas personas se han recuperado tan bien. En la Facultad de Medicina yo practicaba con personas enfermas o muertas. Se me formó en lo que podía ir mal. Se me enseñó a prever todo lo que podría ir mal y a estar preparada para ello. En mi especialidad de obstetricia y ginecología, se me enseñó que el proceso normal del parto es un «diagnóstico retrospectivo», y que por cualquier motivo al azar, puede convertirse en un desastre, en cualquier momento y sin aviso. Cuando los médicos no ponemos en tela de juicio estas enseñanzas, el miedo y la tensión que llevamos a la sala de partos aumenta la ansiedad de la parturienta, lo cual produce cambios hormonales en su cuerpo que, si no se interrumpen, propician un torrente de hechos fisiológicos que conducen a un elevado índice de partos disfuncionales y con cesárea.
Nuestra cultura y su sistema médico adictivo creen que la tecnología y los exámenes nos van a salvar, que es posible controlar y cuantificar todas las variables, y que si tenemos más datos de más estudios podremos mejorar nuestra salud, curar las enfermedades y vivir eternamente felices. Para los estadounidenses y sus médicos, hacer más equivale a mejorar el servicio médico. También creemos que podemos «comprar» una respuesta con el suficiente dinero. Tampoco en este caso confiamos en nuestra guía interior ni en nuestra capacidad de sanar.
Los médicos piden muchos análisis y exámenes porque temen no estar seguros. Se les enseña a comportarse como si fuera intolerable no estar seguros. Cuanta más información tienen, más confiados se sienten de la validez de sus diagnósticos, aun cuando su confianza en la información no esté justificada. Los pacientes, por su parte, se sienten igual de incómodos con la incertidumbre de sus médicos. Desean saber las cosas de un modo absoluto. Por ejemplo, cuando mis pacientes me preguntan acerca del herpes genital, quieren saber: «¿Cómo lo cogí?», «¿Cómo sé si no se lo voy a contagiar a alguien?». Es absolutamente imposible con- testar a estas preguntas con una certeza absoluta.

Tercera creencia: El cuerpo femenino es anormal
Dado que ser hombre se considera la norma en el sistema adictivo, la mayoría de las mujeres interiorizan la idea de que hay algo que está fundamentalmente «mal» en su cuerpo. Se las induce a creer que deben con- trolar muchos aspectos de su cuerpo y que sus olores y formas naturales son inaceptables. La sociedad ha condicionado a las mujeres a pensar que su cuerpo es esencialmente sucio, que requiere una constante vigilancia de su limpieza y su «frescura», para no «ofender». Por naturaleza, las mujeres tenemos más grasa corporal que los hombres. Además, dada la mejor alimentación en las últimas décadas, en la actualidad somos también más voluminosas que nuestras madres y abuelas. Sin embargo, las modelos de alta costura, que representan nuestro ideal cultural, pesan un 17 por ciento menos que la mujer estadounidense normal. No es de extrañar entonces que la anorexia nerviosa y la bulimia sean diez veces más corrientes entre las mujeres que entre los hombres y que vayan en aumento.
Esta denigración del cuerpo femenino ha sido la causa de que muchas mujeres tengan miedo de su cuerpo y sus procesos naturales o sientan repugnancia por ellos. Muchas, por ejemplo, jamás se tocan los pechos ni quieren saber lo que sienten en ellos, porque tienen miedo de lo que podrían descubrir. Es posible que se sientan culpables si los tocan, equiparando eso con la masturbación, ya que los pechos son eróticos para los hombres, lo cual es otra señal de cuán completamente hemos cedido nuestro cuerpo a los hombres.
Tanto entre los profesionales de la salud como entre las propias mujeres se ha convertido en norma habitual considerar enfermedades que precisan tratamiento médico incluso funciones corporales tan naturales como la menstruación, la menopausia y el parto. Da la impresión de que la actitud de que nuestro cuerpo es un accidente a la espera de ocurrir se interioriza a una edad muy temprana, y esto dispone el escenario para la relación futura de la mujer con su cuerpo. Dado lo que se nos enseña, no es extraño que la mayoría nos sinta- mos mal preparadas para relacionarnos con —y confiar en— nosotras mismas. Nos han «medicalizado» el cuerpo desde antes de que naciéramos.
Nuestra cultura teme todos los procesos naturales: nacer, morir, sanar, vivir. Diariamente se nos en- seña a tener miedo. Cuando mi hija mayor tenía siete años, estaba un día en el jardín con su padre podando unos arbustos. De pronto comenzó a llorar y entró corriendo en casa con el dedo ensangrentado. Se había hecho un corte con el filo de una hoja del arbusto. Cuando yo tranquilamente le puse el dedo bajo un chorro de agua fría y vi que la heridita era muy pequeña, ella me miró y me dijo lo que yo considero un principio de sanación importantísimo: «Sólo cuando me asusté comenzó a dolerme».
Dado que nuestra cultura venera la ciencia y cree que es «objetiva», pensamos que todo lo que lleva la etiqueta de «científico» tiene que ser cierto. Creemos que la ciencia nos va a salvar. Pero la ciencia, tal como se practica en la actualidad, es un edificio construido con todos los prejuicios del sistema adictivo en general. En realidad no existe el «dato totalmente objetivo»; el sesgo cultural determina qué estudios merecen continuarse y cuáles se han de dejan de lado. Nadie es inmune a esta conducta; todos tenemos nuestras vacas sagradas. Una vez, en un congreso médico, uno de los ponentes dijo: «La mente humana es un órgano diseñado especialmente para crear anticuerpos contra las nuevas ideas».
Muchos de los procedimientos que se realizan rutinariamente en el cuerpo femenino en particular no se basan en absoluto en datos científicos, sino que tienen su raíz en los prejuicios contra la sabiduría y el po- der curativo innatos del cuerpo. Muchos de estos procedimientos tienen su origen en opiniones emocionales sobre las mujeres, provenientes de generaciones anteriores. Ejemplo de esto son las episiotomías que se practican rutinariamente en el parto (el corte del tejido situado entre la vagina y el recto, que supuestamente da más espacio para la cabeza del bebé). Estudios recientes han demostrado que la episiotomía aumenta la he- morragia, el dolor y el riesgo de lesiones perdurables en el suelo pelviano, algo que las comadronas llevan años diciendo. La episiotomía se ha practicado y continúa practicándose en el parto simplemente porque los tocólogos que lo hacen están seguros de que «protege» de lesiones el suelo pelviano. Sólo hace muy poco que se ha comenzado a poner en duda la conveniencia de este procedimiento, cuando los estudios han demostrado que no es útil y que incluso puede ser dañino.