lunes, 7 de enero de 2013

"Tenme confianza, querida."


El fanatismo machista satura a la Medicina estadounidense desde las puertas de la Facultad de Medicina hasta las losas de la morgue hospitalaria. Sin duda el comportamiento sexista yace en el corazón del abuso médico que afecta a la mujer, aunque incrementado por el hecho de que la mujer visita a médicos siete veces más que el hombre, con el correspondiente riesgo.
Esto puede parecer contradictorio si a Ud. le han convencido de que es vital para su salud visitar regularmente al médico. Pero créame, no es así. Sobre la puerta del consultorio médico debiera colgar una advertencia del Ministerio de Salud Pública señalando que los exámenes físicos de rutina son perjudiciales para la salud. ¿Por qué? Porque los médicos no se consideran como guardianes de nuestra salud y han aprendido ben poco para asegurarla. En vez, como quijotes actualizados luchan contra enfermedades a veces reales pero a menudo imaginarias. La desastrosa diferencia es que los médicos no luchan contra los molinos de viento, sino que la gente es dañada por aquella búsqueda insistente de enfermedades dudosas que conquistar.
Es ilimitada la ingenuidad con que la Medicina Moderna diagnostica enfermedades –reales o no- para tratar. Al médico le enseñaron a buscar, encontrar y tratar enfermedades, no a conservar nuestra salud. En consecuencia, cuando visitamos al médico para nuestra revisación física de rutina, poco importa nuestro grado de salud o cómo nos sentimos. Nuestra presencia desnuda e indefensa en el consultorio es una invitación total para que el médico nos declare enfermos. Para cuando hemos sido psicológicamente traumatizados por sus preguntas, aguijoneos, estímulos y testeos, y hemos tomado algunas de las píldoras que recetó contra ciertas aberraciones inocuas que creyó descubrir, llegaremos a experimentar tantos efectos secundarios como para sentirnos realmente enfermos.
Veamos como hipótesis la historia de un caso para constatar lo que puede pasar:
María es una recién casada gozando de perfecta salud. Queda embarazada y, como la mayoría de las mujeres, le han hecho creer que tanto ella como el bebé estarán más sanos si visitan al obstetra una vez por mes para un examen pre-natal. Prestamente éste empieza a tratar su embarazo como si fuera una enfermedad precisando una intervención médica radical, en vez de ser un evento fisiológico gozoso y perfectamente normal. Al final, luego de mucha hechicería obstétrica, convirtiendo en lo posible la experiencia en algo difícil, peligroso y agobiador para la madre, el médico –y no la madre- tiene el bebé. Por cesárea, por supuesto, porque si no el partero llegaría tarde a la cancha de golf.
Si el bebé de María sobrevive a los peligros proporcionados por drogas y dietas pre-natales, amniocentesis, anestesia, parto inducido y las difundidas inyecciones pescadas en la guardería hospitalaria, la feliz madre puede llevárselo a casa. Con suerte es posible que se vaya a casa con su bebé aunque es difícil que lo sepa, porque durante su estadía hospitalaria se lo retaceaban constantemente. Pero sea el bebé suyo o no, de hecho la Medicina Moderna ya tienen nuevo cliente para servir y explotar.
A continuación, María y su bebé inician una dilatada serie de visitas rituales al pediatra, quien aconsejará varias prácticas dietéticas malsanas en vez de amamantamiento, administrando peligrosas inoculaciones, e implementando solemnes estadísticas sobre el largo y el peso del bebé, cuándo se da vuelta, se sienta, se para, habla y deja de mojarse los pañales.  Todos estos datos son consignados en un librito que se guarda como recuerdo. Y que también se comparan con un montón de datos sobre su progreso pediátrico registrado en los insignificativos gráficos, lo que siempre supone problemas. Si el bebé de María no se conforma al promedio general de altura y peso, o a realizar los movimientos según el manual, el pediatra aprovechará la oportunidad para lanzar al pobre niño a una vida de intervenciones médicas. Con mucha probabilidad no le dirá a María que los gráficos estándar de peso usados por la mayoría de los médicos fueron redactados hace añares de una muestra de 200 chicos irlandeses en un barrio de Boston, con poca relevancia o ninguna para el bebé de María.
Mientras tanto, a María la engañaron con la bondad del Papanicolao anual, un rito innecesario y desacreditado que enriquece a los ginecólogos. Si uno de los resultados de estos testeos notoriamente inexactos parece un poco sospechoso, el ginecólogo la convencerá de someterse a una histerectomía, “por las dudas”. No sea que en su útero se escondan algunas células cancerosas. Y mientras tanto decide –sin permiso- sacar también las trompas y los ovarios. Esto produce una probable perturbación en las funciones sexuales, creando un gran negocio para el psiquiatra, sin contar la incomodidad de una menopausia prematura. Pero esto no causa problemas, sólo para María y quizá su esposo. El ginecólogo le impone una porción diaria de estrógenos para aliviar los síntomas menopáusicos, y esto la hace retornar para nuevos exámenes y más recetas que continúan, aunque no debieran, por años y años.
Eventualmente, si María es realmente desafortunada, se encuentra en manos de un cirujano, enfrentando el prospecto de una mastectomía radical por un cáncer de mamas. No le indican los procedimientos menos radicales y menos desfigurantes que pueden usarse y que producen resultados iguales o mejores. Y puede Ud. apostar que a ella no le dirán que su cáncer de mamas fue producido por los estrógenos que le dieron.
La experiencia de María, aunque hipotética, suministra un pastiche poco apetitoso de las insensibles, indiferentes y peligrosas intervenciones que la Medicina Moderna impone a la mujer. La mayor tragedia es que se infligen en pacientes que no saben, ni sospechan, que su propio médico causa muchas de las aflicciones que trata. La Medicina Moderna se ha rodeado de una mística tan intimidatoria que la mayor parte de los pacientes acepta las órdenes de su médico, sus pociones y operaciones, sin dudar o cuestionar. No tienen por qué preguntar, sólo tomar las píldoras y morir.
En la introducción de “Confesiones de un Médico Herético”, expuse las razones por mi falta de confianza en la institución de la Medicina Moderna. Para que sepa Ud. de entrada de dónde vengo cuando discuto los abusos médicos a la mujer, permítame que vuelva a exponer esas creencias:
Considero que el mayor peligro para nuestra salud es el doctor que practica la Medicina Moderna.
Considero que los tratamientos de la Medicina Moderna para las enfermedades son pocas veces efectivos y a menudo más peligrosos que las aflicciones que pretenden tratar.
Considero que el peligro aumenta por el uso difundido de procedimientos peligrosos para tratar enfermedades inexistentes y que producen enfermedades reales, que en tal caso el doctor tratará con procedimientos aun más peligrosos para recuperar el daño que cometió.
Considero que la Medicina Moderna vulnera a sus víctimas al atacar molestias menores con tratamientos riesgosos que sólo debieran usarse cuando peligra la vida del paciente.
Considero que en su mayoría los médicos son herramientas dispuestas, aunque inconscientes, de los laboratorios. Sus pacientes se vuelven cobayos humanos para el testeo masivo de fármacos, con beneficios dudosos y desconocidos efectos secundarios potencialmente letales.
Considero que más de un 90% de la Medicina Moderna podría desaparecer de la faz de la Tierra –médicos, drogas y equipos- permitiendo una mejoría substancial de la salud a nivel nacional.
Como es dado suponer, mi crítica hereje de la institución de la Medicina Moderna –o de la religión de la Medicina Moderna, como prefiero definirla- a menudo produce ciertas críticas por parte de profesionales médicos que leen lo que escribo o que me escucharon. Un comentario típico es así:
“Concuerdo con Ud. doctor, pero no debiera generalizar tanto, o hablar en término tan absolutos porque destruyen su credibilidad.”
Me parece increíble que tantos médicos que se oponen tan violentamente a mis puntos de vista estén tan ansiosos por aumentar mi credibilidad. Pero sé lo que están tratando de hacer. Están tratando de ganar una dispensa que los distinga del resto de la profesión. Pero no me engañan. Si permitiera la posibilidad de que un solo médico escapara incólume de las destructivas influencias de las destructivas influencias de la Medicina Moderna, mi lucha sería en vano. Cada uno de los médicos del país se apuraría por concordar conmigo, pero alegando excepción por ser un buen tipo, atribuyendo las jugarretas a los demás.
Ni por un momento creo que todos los médicos, ni siquiera su mayoría, traten conscientemente de maltratar, engañar, confundir o trampear a sus pacientes. Algunos lo hacen, porque en mi profesión, como en todas las demás, hay idiotas, tramposos, incompetentes, y bribones. Apunto mi crítica hacia la institución de la Medicina Moderna: la religión de la Medicina. Cada paciente vive bajo las sutiles amenazas que ejercen las tradiciones y enseñanzas de la Medicina Moderna sobre los médicos por el lavado de cabeza que sufrieron en la facultad, para más tarde ser sobrepasados por la presión del ambiente médico en el cual se mueven.
En “Confesiones de un Médico Herético” me ocupé exhaustivamente de este concepto, por eso no lo repetiré aquí. El lector lo encontrará en aquel libro. El punto es, y por eso lo generalizo, que todos los médicos viven más o menos influidos por los dogmas impuestos en la facultad. Esto me preocupa porque sé que las escuelas de Medicina enseñan mucha inmoralidad profesional, envuelta en una piadosa retórica, que altera el carácter y la conducta de los estudiantes. Ud. –el o la paciente- paga el siempre costoso y a veces mortal precio. Es por esa razón que me niego a perdonar a cualquier miembro de la profesión médica, incluyéndome a mí.
A los médicos les gusta ufanarse por los avances técnicos realizados en la medicina: las drogas milagrosas, operaciones exóticas, los sofisticados equipos escáner, tomografías computadas, electrocardiogramas (EKG), electroenfacelogramas (EEG), rayos X y ecógrafos[1]. Pero ¿cuál es el resultado logrado para E.U. luego de un gasto de 212.000 millones de dólares al año?
Las tasas de mortalidad son casi la única medida que podemos usar para cotejar los resultados actuales con los de hace un siglo. Si comparamos, excluyendo las vidas salvadas por mejoras sanitarias y dietéticas, y las mejores condiciones de vida que acompañan a una sociedad afluente, más algunos logros de la epidemiología, como  la conquista de la malaria y el tifus – se disipa el tan mentado proceso médico. Los estadounidenses no están con mejor salud que antes de aparecer en escena todas estas nuevas tecnologías, farmacologías y cirugías. Además, a pesar de aumentar los gastos médicos, más médicos y más camas en hospitales –o quizá debido a éstos- la gente en E.U. no es más saludable que los residentes de muchos otros países en el mundo desarrollado.
Las tasas de mortalidad infantil y materna ofrecen una sorprendente evidencia de lo dicho. El American College of Obstetrics and Ginecology (ACOG) gusta declarar que sus miembros merecen el crédito por la declinación en las tasas de mortalidad de niños y madres durante el siglo XX. No les dicen qué parte de esta declinación ocurría cuando la mayor cantidad de partos eran hogareños, con una mínima intervención obstétrica, y que hubo poco cambio en las tasas de mortalidad desde 1951, año en el cual se formó ACOG. Tampoco les dicen que las tasas de mortalidad infantil en E.U. casi duplican a las de los países escandinavos y es más alta que las de catorce otras naciones. Con toda seguridad nunca le dirá su obstetra que si desea tener su bebé en el lugar más seguro, debería irse a Suecia, Holanda o Noruega, ¡o que estaría aún mejor en Islandia o Taiwan!
Lo que hemos visto en Medicina no es progreso sino la ilusión de progreso. Muy a menudo, el “progreso” de un año causa las molestias del año siguiente, para las cuales se desarrollarán nuevas formas de “curas” intervencionistas. De modo que gran parte del denominado progreso no es sino una serie de intervenciones dañinas en una rueda sin fin.
Lo que me preocupa, y debiera preocuparle al lector, no podrá responderse hasta descubrir todos los efectos a largo plazo de todas las intervenciones farmacológicas y quirúrgicas radicales de las décadas recientes. En gran parte infligidas a mujeres. Ya tenemos evidencias significativas de que las altamente tóxicas drogas que los médicos han recetado, las operaciones radicales que han practicado, y las innecesarias radiografías que solicitaron, han matado más pacientes que los que curaron. Pero estoy convencido de que esto es sólo el principio. Pasarán años antes de que mucho de los perjuicios latentes ya causadas comiencen a aparecer.
Durante los dos años pasados de publicarse “Confesiones de un Médico Herético” varios cambios potencialmente significativos en prácticas médicas recomendadas han sido anunciados por algunas de las organizaciones médicas principales, y aparecen otros signos esperanzadores. Los siguientes son ejemplos:
La American Medical Association (AMA) revertió su posición respecto al uso rutinario del examen mamográfico para detectar cáncer de mamas. Esto provino de un reconocimiento tardío de que a menudo estas radiografías llevan a operaciones innecesarias y pueden causar más cáncer de lo que detectan. También la ACS revirtió su recomendación de efectuar pruebas anuales de Papanicolao, excepto cuando se justifiquen por necesidades específicas.
La National Institutes of Health (NIH) destruyeron el prolongado concepto obstétrico de que una vez que se ha tenido una cesárea, irremediablemente cada parto posterior deberá producirse de esta forma peligrosa.
La U.S. Food and Drug Administration (FDA), luego de casi 20 años de demora, anunció que ordenaría la remoción de 3000 fármacos del mercado. ¿Por qué? Porque aunque la gente ha gastado millones de dólares en drogas, aún los laboratorios no han probado su efectividad.
A los entrevistadores de radio y televisión les gusta insistir en que yo tome el crédito por estos cambios, debido a los cargos que formulé en “Confesiones…”. Es tentador, porque sería lindo que me ufanara por algo que no merezco como oposición a toda la crítica inmerecida que recibo. Pero antes de hacerlo, quiero ver si las políticas anunciadas por sus líderes se reflejan en el comportamiento de los médicos. Lo dudo, porque nunca he visto que la Medicina Moderna descarte voluntariamente cualquier tipo de intervención peligrosa o innecesaria a menos que tenga a mano un procedimiento más peligroso e innecesario listo para ocupar su lugar.
Mis expectativas aumentaron en el otoño de 1980 cuando participé en un debate con el presidente entrante de ACOG. Si hubiese sido un poco más ingenuo, este hombre podría haberme ablandado, porque me trataba muy bien. Declaró a la audiencia cuán útil era tener un miembro de la profesión médica usando un espejo para que los médicos pudieran mirarse y mejorar su forma de ser. Ahora los maridos, dijo, eran bienvenidos a las salas de partos de los hospitales y hasta a la sala de operaciones cuando se practicaban cesáreas. En los hospitales surgían como narcisos las salas de hospitales hogareñas. Los obstetras alentaban al amamantamiento.
La implicancias de todo esto era que mis críticas previas, que él no disputaba, habían despertado conciencias. La Medicina Moderna se había reformado, y ya todas mis viejas acusaciones eran obsoletas. Tanto los obstetras como los ginecólogos habían aceptado mis quejas y ya no precisaban mi espejo, así que podía guardarlo.
Para cuando terminó la reunión, cualquier deseo que hubiese tenido de solicitar crédito para inducir cambios en las prácticas médicas se había esfumado. Era obvio que las reformas anunciadas eran mucho jarabe de pico. La usarían como cortina de humo para convencer a los clientes de la Medicina Moderna de que los abusos y la malapraxis ya eran cosas del pasado, y que estábamos viendo el amanecer de un brillante nuevo día.
No negaré que estoy un tanto alentado por los cambios por la AMA, la ACS, la NIH, el ACOG y la FDA. Si esos segmentos del alfabeto médico son suficientemente serios con sus nuevas reglamentaciones, disminuirán las oportunidades de que muchos muramos prematuramente. Pero retórica no es realidad. Hasta constatar evidencias palpables, convincentes y sostenidas de que los médicos están practicando lo que sus líderes predican, no descartaré mi espejo.


Dr. Robert S. Mendelsohn, Práctica Médica Machista. Publicaciones GEA.


[1] Nota del Dr. Díaz Walker: la inocuidad de las ecografías ha resultado falsa al provocar su uso desde abortos hasta dificultades de aprendizaje, y los errores producidos por las mismas llevan a intervenciones médicas obstétricas innecesarias.

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