El
fanatismo machista satura a la Medicina estadounidense desde las puertas de la
Facultad de Medicina hasta las losas de la morgue hospitalaria. Sin duda el
comportamiento sexista yace en el corazón del abuso médico que afecta a la
mujer, aunque incrementado por el hecho de que la mujer visita a médicos siete
veces más que el hombre, con el correspondiente riesgo.
Esto puede
parecer contradictorio si a Ud. le han convencido de que es vital para su salud
visitar regularmente al médico. Pero créame, no es así. Sobre la puerta del
consultorio médico debiera colgar una advertencia del Ministerio de Salud
Pública señalando que los exámenes físicos de rutina son perjudiciales para la
salud. ¿Por qué? Porque los médicos no se consideran como guardianes de nuestra
salud y han aprendido ben poco para asegurarla. En vez, como quijotes
actualizados luchan contra enfermedades a veces reales pero a menudo
imaginarias. La desastrosa diferencia es que los médicos no luchan contra los
molinos de viento, sino que la gente es dañada por aquella búsqueda insistente
de enfermedades dudosas que conquistar.
Es
ilimitada la ingenuidad con que la Medicina Moderna diagnostica enfermedades
–reales o no- para tratar. Al médico le enseñaron a buscar, encontrar y tratar
enfermedades, no a conservar nuestra salud. En consecuencia, cuando visitamos
al médico para nuestra revisación física de rutina, poco importa nuestro grado
de salud o cómo nos sentimos. Nuestra presencia desnuda e indefensa en el
consultorio es una invitación total para que el médico nos declare enfermos.
Para cuando hemos sido psicológicamente traumatizados por sus preguntas,
aguijoneos, estímulos y testeos, y hemos tomado algunas de las píldoras que
recetó contra ciertas aberraciones inocuas que creyó descubrir, llegaremos a
experimentar tantos efectos secundarios como para sentirnos realmente enfermos.
Veamos como
hipótesis la historia de un caso para constatar lo que puede pasar:
María es
una recién casada gozando de perfecta salud. Queda embarazada y, como la
mayoría de las mujeres, le han hecho creer que tanto ella como el bebé estarán
más sanos si visitan al obstetra una vez por mes para un examen pre-natal.
Prestamente éste empieza a tratar su embarazo como si fuera una enfermedad
precisando una intervención médica radical, en vez de ser un evento fisiológico
gozoso y perfectamente normal. Al final, luego de mucha hechicería obstétrica,
convirtiendo en lo posible la experiencia en algo difícil, peligroso y
agobiador para la madre, el médico –y no la madre- tiene el bebé. Por cesárea,
por supuesto, porque si no el partero llegaría tarde a la cancha de golf.
Si el bebé
de María sobrevive a los peligros proporcionados por drogas y dietas
pre-natales, amniocentesis, anestesia, parto inducido y las difundidas
inyecciones pescadas en la guardería hospitalaria, la feliz madre puede
llevárselo a casa. Con suerte es posible que se vaya a casa con su bebé aunque es difícil que lo sepa,
porque durante su estadía hospitalaria se lo retaceaban constantemente. Pero
sea el bebé suyo o no, de hecho la Medicina Moderna ya tienen nuevo cliente
para servir y explotar.
A
continuación, María y su bebé inician una dilatada serie de visitas rituales al
pediatra, quien aconsejará varias prácticas dietéticas malsanas en vez de
amamantamiento, administrando peligrosas inoculaciones, e implementando
solemnes estadísticas sobre el largo y el peso del bebé, cuándo se da vuelta,
se sienta, se para, habla y deja de mojarse los pañales. Todos estos datos son consignados en un
librito que se guarda como recuerdo. Y que también se comparan con un montón de
datos sobre su progreso pediátrico registrado en los insignificativos gráficos,
lo que siempre supone problemas. Si el bebé de María no se conforma al promedio
general de altura y peso, o a realizar los movimientos según el manual, el
pediatra aprovechará la oportunidad para lanzar al pobre niño a una vida de
intervenciones médicas. Con mucha probabilidad no le dirá a María que los
gráficos estándar de peso usados por la mayoría de los médicos fueron
redactados hace añares de una muestra de 200 chicos irlandeses en un barrio de
Boston, con poca relevancia o ninguna para el bebé de María.
Mientras
tanto, a María la engañaron con la bondad del Papanicolao anual, un rito
innecesario y desacreditado que enriquece a los ginecólogos. Si uno de los
resultados de estos testeos notoriamente inexactos parece un poco sospechoso,
el ginecólogo la convencerá de someterse a una histerectomía, “por las dudas”.
No sea que en su útero se escondan algunas células cancerosas. Y mientras tanto
decide –sin permiso- sacar también las trompas y los ovarios. Esto produce una
probable perturbación en las funciones sexuales, creando un gran negocio para
el psiquiatra, sin contar la incomodidad de una menopausia prematura. Pero esto
no causa problemas, sólo para María y quizá su esposo. El ginecólogo le impone
una porción diaria de estrógenos para aliviar los síntomas menopáusicos, y esto
la hace retornar para nuevos exámenes y más recetas que continúan, aunque no
debieran, por años y años.
Eventualmente,
si María es realmente desafortunada, se encuentra en manos de un cirujano,
enfrentando el prospecto de una mastectomía radical por un cáncer de mamas. No
le indican los procedimientos menos radicales y menos desfigurantes que pueden
usarse y que producen resultados iguales o mejores. Y puede Ud. apostar que a
ella no le dirán que su cáncer de mamas
fue producido por los estrógenos que le dieron.
La
experiencia de María, aunque hipotética, suministra un pastiche poco apetitoso
de las insensibles, indiferentes y peligrosas intervenciones que la Medicina
Moderna impone a la mujer. La mayor tragedia es que se infligen en pacientes
que no saben, ni sospechan, que su propio médico causa muchas de las
aflicciones que trata. La Medicina Moderna se ha rodeado de una mística tan
intimidatoria que la mayor parte de los pacientes acepta las órdenes de su
médico, sus pociones y operaciones, sin dudar o cuestionar. No tienen por qué
preguntar, sólo tomar las píldoras y morir.
En la
introducción de “Confesiones de un Médico Herético”, expuse las razones por mi
falta de confianza en la institución de
la Medicina Moderna. Para que sepa Ud. de entrada de dónde vengo cuando discuto
los abusos médicos a la mujer, permítame que vuelva a exponer esas creencias:
Considero
que el mayor peligro para nuestra salud es el doctor que practica la Medicina
Moderna.
Considero
que los tratamientos de la Medicina Moderna para las enfermedades son pocas
veces efectivos y a menudo más peligrosos que las aflicciones que pretenden
tratar.
Considero
que el peligro aumenta por el uso difundido de procedimientos peligrosos para
tratar enfermedades inexistentes y que producen enfermedades reales, que en tal
caso el doctor tratará con procedimientos aun más peligrosos para recuperar el
daño que cometió.
Considero
que la Medicina Moderna vulnera a sus víctimas al atacar molestias menores con
tratamientos riesgosos que sólo debieran usarse cuando peligra la vida del
paciente.
Considero
que en su mayoría los médicos son herramientas dispuestas, aunque
inconscientes, de los laboratorios. Sus pacientes se vuelven cobayos humanos
para el testeo masivo de fármacos, con beneficios dudosos y desconocidos
efectos secundarios potencialmente letales.
Considero
que más de un 90% de la Medicina Moderna podría desaparecer de la faz de la
Tierra –médicos, drogas y equipos- permitiendo una mejoría substancial de la
salud a nivel nacional.
Como es
dado suponer, mi crítica hereje de la institución de la Medicina Moderna –o de
la religión de la Medicina Moderna, como prefiero definirla- a menudo produce
ciertas críticas por parte de profesionales médicos que leen lo que escribo o
que me escucharon. Un comentario típico es así:
“Concuerdo
con Ud. doctor, pero no debiera generalizar tanto, o hablar en término tan
absolutos porque destruyen su credibilidad.”
Me parece
increíble que tantos médicos que se oponen tan violentamente a mis puntos de
vista estén tan ansiosos por aumentar mi credibilidad. Pero sé lo que están
tratando de hacer. Están tratando de ganar una dispensa que los distinga del
resto de la profesión. Pero no me engañan. Si permitiera la posibilidad de que
un solo médico escapara incólume de las destructivas influencias de las
destructivas influencias de la Medicina Moderna, mi lucha sería en vano. Cada
uno de los médicos del país se apuraría por concordar conmigo, pero alegando
excepción por ser un buen tipo, atribuyendo las jugarretas a los demás.
Ni por un
momento creo que todos los médicos, ni siquiera su mayoría, traten
conscientemente de maltratar, engañar, confundir o trampear a sus pacientes.
Algunos lo hacen, porque en mi profesión, como en todas las demás, hay idiotas,
tramposos, incompetentes, y bribones. Apunto mi crítica hacia la institución de
la Medicina Moderna: la religión de la Medicina. Cada paciente vive bajo las
sutiles amenazas que ejercen las tradiciones y enseñanzas de la Medicina
Moderna sobre los médicos por el lavado de cabeza que sufrieron en la facultad,
para más tarde ser sobrepasados por la presión del ambiente médico en el cual
se mueven.
En
“Confesiones de un Médico Herético” me ocupé exhaustivamente de este concepto,
por eso no lo repetiré aquí. El lector lo encontrará en aquel libro. El punto
es, y por eso lo generalizo, que todos los
médicos viven más o menos influidos por los dogmas impuestos en la facultad.
Esto me preocupa porque sé que las escuelas de Medicina enseñan mucha
inmoralidad profesional, envuelta en una piadosa retórica, que altera el
carácter y la conducta de los estudiantes. Ud. –el o la paciente- paga el
siempre costoso y a veces mortal precio. Es por esa razón que me niego a
perdonar a cualquier miembro de la profesión médica, incluyéndome a mí.
A los
médicos les gusta ufanarse por los avances técnicos realizados en la medicina:
las drogas milagrosas, operaciones exóticas, los sofisticados equipos escáner,
tomografías computadas, electrocardiogramas (EKG), electroenfacelogramas (EEG),
rayos X y ecógrafos[1]. Pero
¿cuál es el resultado logrado para E.U. luego de un gasto de 212.000 millones
de dólares al año?
Las tasas
de mortalidad son casi la única medida que podemos usar para cotejar los
resultados actuales con los de hace un siglo. Si comparamos, excluyendo las
vidas salvadas por mejoras sanitarias y dietéticas, y las mejores condiciones
de vida que acompañan a una sociedad afluente, más algunos logros de la
epidemiología, como la conquista de la
malaria y el tifus – se disipa el tan mentado proceso médico. Los
estadounidenses no están con mejor salud que antes de aparecer en escena todas
estas nuevas tecnologías, farmacologías y cirugías. Además, a pesar de aumentar
los gastos médicos, más médicos y más camas en hospitales –o quizá debido a
éstos- la gente en E.U. no es más saludable que los residentes de muchos otros
países en el mundo desarrollado.
Las tasas
de mortalidad infantil y materna ofrecen una sorprendente evidencia de lo
dicho. El American College of Obstetrics
and Ginecology (ACOG) gusta
declarar que sus miembros merecen el crédito por la declinación en las tasas de
mortalidad de niños y madres durante el siglo XX. No les dicen qué parte de
esta declinación ocurría cuando la mayor cantidad de partos eran hogareños, con
una mínima intervención obstétrica, y que hubo poco cambio en las tasas de
mortalidad desde 1951, año en el cual se formó ACOG. Tampoco les dicen que las
tasas de mortalidad infantil en E.U. casi duplican a las de los países
escandinavos y es más alta que las de catorce otras naciones. Con toda
seguridad nunca le dirá su obstetra que si desea tener su bebé en el lugar más
seguro, debería irse a Suecia, Holanda o Noruega, ¡o que estaría aún mejor en
Islandia o Taiwan!
Lo que
hemos visto en Medicina no es progreso sino la ilusión de progreso. Muy a menudo, el “progreso” de un año causa las molestias del año siguiente,
para las cuales se desarrollarán nuevas formas de “curas” intervencionistas. De
modo que gran parte del denominado progreso no es sino una serie de intervenciones
dañinas en una rueda sin fin.
Lo que me
preocupa, y debiera preocuparle al lector, no podrá responderse hasta descubrir
todos los efectos a largo plazo de todas las intervenciones farmacológicas y
quirúrgicas radicales de las décadas recientes. En gran parte infligidas a
mujeres. Ya tenemos evidencias significativas de que las altamente tóxicas
drogas que los médicos han recetado, las operaciones radicales que han
practicado, y las innecesarias radiografías que solicitaron, han matado más
pacientes que los que curaron. Pero estoy convencido de que esto es sólo el
principio. Pasarán años antes de que mucho de los perjuicios latentes ya
causadas comiencen a aparecer.
Durante los
dos años pasados de publicarse “Confesiones de un Médico Herético” varios
cambios potencialmente significativos en prácticas médicas recomendadas han
sido anunciados por algunas de las organizaciones médicas principales, y
aparecen otros signos esperanzadores. Los siguientes son ejemplos:
La American Medical Association (AMA)
revertió su posición respecto al uso rutinario del examen mamográfico para
detectar cáncer de mamas. Esto provino de un reconocimiento tardío de que a
menudo estas radiografías llevan a operaciones innecesarias y pueden causar más
cáncer de lo que detectan. También la ACS revirtió su recomendación de efectuar
pruebas anuales de Papanicolao, excepto cuando se justifiquen por necesidades
específicas.
La National Institutes of Health (NIH)
destruyeron el prolongado concepto obstétrico de que una vez que se ha tenido
una cesárea, irremediablemente cada parto posterior deberá producirse de esta
forma peligrosa.
La U.S. Food and Drug Administration (FDA),
luego de casi 20 años de demora, anunció que ordenaría la remoción de 3000
fármacos del mercado. ¿Por qué? Porque aunque la gente ha gastado millones de
dólares en drogas, aún los laboratorios no han probado su efectividad.
A los
entrevistadores de radio y televisión les gusta insistir en que yo tome el
crédito por estos cambios, debido a los cargos que formulé en “Confesiones…”.
Es tentador, porque sería lindo que me ufanara por algo que no merezco como
oposición a toda la crítica inmerecida que recibo. Pero antes de hacerlo,
quiero ver si las políticas anunciadas por sus líderes se reflejan en el
comportamiento de los médicos. Lo dudo, porque nunca he visto que la Medicina
Moderna descarte voluntariamente cualquier tipo de intervención peligrosa o
innecesaria a menos que tenga a mano un procedimiento más peligroso e
innecesario listo para ocupar su lugar.
Mis
expectativas aumentaron en el otoño de 1980 cuando participé en un debate con
el presidente entrante de ACOG. Si hubiese sido un poco más ingenuo, este
hombre podría haberme ablandado, porque me trataba muy bien. Declaró a la
audiencia cuán útil era tener un miembro de la profesión médica usando un
espejo para que los médicos pudieran mirarse y mejorar su forma de ser. Ahora
los maridos, dijo, eran bienvenidos a las salas de partos de los hospitales y
hasta a la sala de operaciones cuando se practicaban cesáreas. En los
hospitales surgían como narcisos las salas de hospitales hogareñas. Los
obstetras alentaban al amamantamiento.
La
implicancias de todo esto era que mis críticas previas, que él no disputaba,
habían despertado conciencias. La Medicina Moderna se había reformado, y ya
todas mis viejas acusaciones eran obsoletas. Tanto los obstetras como los
ginecólogos habían aceptado mis quejas y ya no precisaban mi espejo, así que
podía guardarlo.
Para cuando
terminó la reunión, cualquier deseo que hubiese tenido de solicitar crédito
para inducir cambios en las prácticas médicas se había esfumado. Era obvio que
las reformas anunciadas eran mucho jarabe de pico. La usarían como cortina de
humo para convencer a los clientes de la Medicina Moderna de que los abusos y
la malapraxis ya eran cosas del pasado, y que estábamos viendo el amanecer de
un brillante nuevo día.
No negaré
que estoy un tanto alentado por los cambios por la AMA, la ACS, la NIH, el ACOG
y la FDA. Si esos segmentos del alfabeto médico son suficientemente serios con
sus nuevas reglamentaciones, disminuirán las oportunidades de que muchos
muramos prematuramente. Pero retórica no es realidad. Hasta constatar
evidencias palpables, convincentes y sostenidas de que los médicos están
practicando lo que sus líderes predican, no descartaré mi espejo.
Dr. Robert S. Mendelsohn, Práctica Médica Machista. Publicaciones GEA.
[1] Nota del Dr. Díaz Walker: la
inocuidad de las ecografías ha resultado falsa al provocar su uso desde abortos
hasta dificultades de aprendizaje, y los errores producidos por las mismas
llevan a intervenciones médicas obstétricas innecesarias.
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