domingo, 13 de enero de 2013

Aversión y repugnancia


Las mujeres no tienen idea de lo mucho que las odian los hombres. Cualquier muchacho que haya crecido en una ciudad industrial puede contar cómo solían acudir los chicos a las salas de baile locales y merodear por allí toda la noche hasta que la presión del impulso sexual más elemental les impelía a ligarse a una titi. Cuanto más fácil les resultaba, más detestaban a la chica y la identificaban con el resabio de culpa que les dejaba su mezquino desahogo sexual. “Un paseo hasta la parada del autobús bastaba para echarse un polvo”, comentan con rencor. Las chicas mantienen una actitud indiferente, de aceptación e impotencia, probablemente con la esperanza de que del desahogo que imaginan estar ofreciendo pueda nacer algún tipo de afecto y de sentimiento protector. Las más temerarias se dejan follar, de pie contra un muro o tumbadas sobre una chaqueta de cuero extendida en el suelo del aparcamiento de motos de los almacenes de Woolworth. Este frío trámite genera escasa satisfacción. “Un polvo duraba poco más de un asalto en aquella época.” Después los chicos las conducen con brusquedad y a toda prisa hasta la parada del autobús, saboreando únicamente la perspectiva de poder alardear de su conquista ante sus amigos. En los momentos inmediatamente posteriores a la eyaculación, sienten una feroz aversión. “Porque cuando acabo, acabo. La habría estrangulado ahí mismo, en mi cama, para luego echarme a dormir.”[1] Todos están permanentemente sin blanca y viven en casa de sus padres; aunque inicien una relación estable con una chica, será un asunto lastimero basado en una rutina mortal y constantes reproches y riñas. Encuentras desahogo, de manera arrebatada y sin premeditación, en las peleas con otra pandilla de chicos que despierten su aversión. Pelean con malas artes, abalanzándose sobre adversarios desprevenidos, mordiéndoles con furia en la cara o la nuca, y huyendo sin darles tiempo a responder, anonadados por el agravio.
Para esas criaturas resentidas, las únicas mujeres interesantes son las que están disponibles; no tienen mejor opinión de las inasequibles, pues en esa exclusividad ven sólo el deseo de negociar un trato más exigente: éstas son las brujas y las otras, las putas. Un hombre está destinado a acabar con una de uno u otro tipo. El matrimonio se contempla con fatalismo, más pronto a más tarde uno acabará atrapado inevitablemente por el sistema, deslomándose en un trabajo sin futuro para mantener una mujer insulsa y su ruidosa prole en una vivienda inadecuada en una ciudad aburrida, hasta el fin natural de sus días. Pronto irá perdiendo hasta la energía para pelear y la única escapatoria será momentánea, un par de horas en el bar tan a menudo como la “jefa” e lo tolere. Por lo tanto, ven el sexo como su perdición, una abominable servidumbre, impuesta por las mujeres como involuntarias guardianas.


Uno tiene derecho a poner en duda que las guerras entre los baubinos puedan llegar a ser tan crueles y perjudiciales para los machos y las hembras cuando viven en libertad.

PAUL SCHILDER, Goals and Desires of Man, 1942, pág. 41


El hombre que me contó todo esto daba por sentado que todos los hombres sienten asqueados por el sexo después del acto. Estaba seguro de que la frialdad que manifiestan los hombres después del coito en realidad es repulsión. No recordaban haber tenido jamás una relación sexual que no fuera acompañada de aversión, excepto con una sola mujer. Resulta demasiado sencillo declarar que se trata de una manifestación singular de un tipo particular de remilgo. Su origen está en la pérdida percibida de la dignidad humana, producto del tedio y las restricciones. La repugnancia se puede atenuar cuando un grado razonable de opulencia permite que los encuentros sexuales vayan acompañados de menos elementos antiestéticos, pero una profunda ambivalencia con respecto al objeto de las atenciones sexuales subsistirá inevitablemente mientras el sexo siga siendo furtivo y algo sucio. En los casos extremos, esa incluso puede causar impotencia en el matrimonio, puesto que no se debe degradar a una esposa.
Cuando Freewheelin’ Frank le dijo a Michael McClure en 1967 que desde que tomaba LSD ya no pensaba en “guarrerías o marranadas” de las mujeres, no estaba diciendo toda la verdad. La rebelión de los Ángeles del Infierno invirtió los valores estéticos tradicionales y, como resultados, se impusieron los rituales sexuales más repulsivos como celebración de la repugnancia:


Cuando hablamos de comer el coño procuramos que suene lo más asqueroso y vulgar posible, como para hacer vomitar a alguien. Las angel mamas son ninfómanas dispuestas a hacer cualquier cosa cuando se trata de sexo. La tía está menstruando en ese momento, tiene la regla y está llena de sangre. Se considera que cuanto más repugnante esté, más clase demuestra el tipo que se la come delante de todos – seis miembros por lo menos- y el estilo con que lo hacer, mientras todos miran… Ha habido alguno que ha vomitado cuando se le ha obligado a hacerlo.[2]

Elridge Cleaver se convirtió en un violador, “de manera consciente, deliberada, premeditada y metódica”, cuando salió de San Quintín.


Muchos blancos se hacen la ilusión de que el deseo lujurioso del hombre negro que sueña con la joven blanca responde a una pura atracción estética, pero nada está más lejos de la verdad. Su motivación es a menudo tan cruenta, tan cargada de odio y de resentimiento y tan perversa que a los blancos les resultaría francamente difícil sentirse halagados por ella.[3]

En una vana ilusión pensar que la violación es la expresión de un deseo incontrolable o una forma de respuesta compulsiva a una atracción abrumadora. Cualquier joven que haya sido golpeada y violada puede contar cuán ridículo resulta que cuando pregunta el suplicante porqué, su atacante le responda “porque te quiero” o “porque eres tan bonita” o cualquier otra necedad por el estilo. Lo hombres mismos desconocen cuán intenso es su odio. A él apelan los artículos inflamatorios de las revistas pensadas para imbéciles con problemas de virilidad que se venden a un alto precio en los bares de carretera: “Mujeres ávidas: cómo se descubren”, escribe Alex Austin en Male y luego procede a describir una serie de gestos inocuos, como quitarse un zapato y manifestar un buen apetito (de comida), que serían indicativos de una lascivia oculta en las mujeres.[4] Barry Jamieson describe en Stag las tácticas subrepticias de “La traidora complaciente: la mejor amiga de tu mujer.”[5] La finalidad de esos artículos es dar a entender que el mundo está lleno de zorras calientes bajo tenues disfraces, dispuestas a acoger con agrado las proposiciones menos ceremoniosas a pesar de sus remilgadas protestas. Son mujeres disponibles, casquivanas, fáciles de convencer. Se tienen bien merecido lo que les pueda ocurrir. Cierto tipo de hombres trasladan esta discriminación imaginada a la práctica y les susurran obscenidades a las mujeres con quienes se cruzan por la calle para reírse luego de su humillación y desconcierto, los cuales interpretan como prueba de que pecan de albergar los secretos deseos bestiales a los que ellos acaban de apelar. La mayoría de las veces las mujeres no captan el mensaje mascullado, pero el tono de voz y la mirada lasciva son inconfundibles. Los hombres que repasan con insolencia de arriba abajo a las mujeres con la mirada en los autobuses y en el metro mientras hacen tintinear algunas monedas en su bolsillo están comunicando la misma insinuación cargada de odio. Las fantasías que impulsan a los hombres a seguir a mujeres inconscientes de sus manejos por las calles de la ciudad nacen de la misma suposición de que bajo una apariencia modosa se oculta una calentura animal y una secreta apetencia por la degradación. La lujuria de las mujeres casquivanas es indiferenciada, una comezón implacable, que una vez pasada la susceptibilidad masculina inicial que incita al hombre a responder a las demandas femeninas, resulta profundamente molesta y repulsiva. Los artículos citados también incluyen descripciones posibles de maneras de evitar acabar liado con una de esas zorras calientes. Por mucho que las mujeres deseen rechazar esta visión de su sexo, lo cierto es que de las declaraciones de los Ángeles del Infierno no se desprende que anden escasos de angel mamas, que ocupan de hecho todo un capítulo del libro, aunque las mujeres que gozan de estatus entre ellos son las “viejas”. Hay mujeres que buscan la degradación con tanta diligencia como los hombres buscan imponérsela, aun cuando su motivación sea muy distinta de la que fantasean Male y Stag, y su número muy inferior a lo que dan a entender dichas revistas. La imagen pública de Freewheelin’ Frank surtía tanto efecto que consiguió más que su parte alícuota y el resultado fue el que cabía esperar.


…Luego le puse mi mentonera alrededor del cuello y la apreté con fuerza. Le entró tanto miedo que se puso contenta. Entonces por la radio empezó a sonar la canción Everyone has gone to the Moon. Yo le dije:
-          ¿Sabes de qué va esto?
-          Hazme el amor –dijo ella.
-          Mala zorra –le solté furioso, y me quedé frío y me aparté y me puse a escuchar la música…A ratos, durante la noche, cuando me daba la vuelta, la veía ahí a mi izquierda, tumbada con los ojos muy abiertos, como una muerta. Eso me ayudaba a coger de nuevo el sueño. Ella quería dormirse. Una vez me dijo que quería salir a dar una vuelta.
-          Vete –le dije-. Y cierra la puerta.
No me gustan las mujeres, las desprecio. Ya no intento complacerlas. Cuando se quedan demasiado tiempo, me enfurezco. Siento que puedo permitirme hacerlas pasar y despedirlas luego.[6]


Nos concibieron en una zona comprendida entre el mear y el cagar, y mientras estas funciones excretorias se consideren intrínsecamente repugnantes, la otra, la eyaculación, merecerá igual consideración. La emisión involuntaria de semen durante el sueño se denomina polución nocturna: la sustancia en sí viscosa y glutinosa, blancuzca y de olor acre, como una forma más repulsiva de moco, si uno considera repulsiva los mocos. Los seres humanos eluden su condicionamiento de maneras curiosísimas; así, por ejemplo, podemos ve a un caballero con bombín en el  tren hurgándose distraído la nariz y comiéndose


Cuando de los huesos toda la médula me sacó,
Y al volverme, lánguidamente, hacia ella, para
Rendirle un beso de amor, ¡sólo hallé
Un odre de flancos viscosos y llenos de pus!

BAUDELAIRE*

*Traducción castellana de Jacinto Luis Guereña, “La metamorfosis del vampiro”. Las flores del mal (Madrid: Visor, 1996). (N. de las T.)


lo que extrae, pero si le hacemos recobrar la plena conciencia, el resultado puede ser un profundo malestar, vergüenza, humillación, rechazo y hasta menosprecio.


Pero si consideramos seriamente la naturaleza y las cualidades de la generalidad del sexo, incluso a lo largo de todas las épocas, desde la caída del hombre hasta este momento presente, es muy posible que veamos que no sólo han sido extraordinariamente maléficas de por sí, sino que también han sido los instrumentos principales y la causa inmediata de asesinatos, idolatría y una multitud de otros pecados abominables, en muchos hombre eminentes y de altura…

A Briefe Anatomie of Women, 1653, pág. 1


Cuando uno intenta abrirse camino entre la maraña de costumbres sexuales, resulta fácil quedar empantanado en el cenagal de la repulsión, puesto que una manera de desplazar lejos de sí una actividad vergonzosa y compulsiva es atribuir toda la vergüenza y toda la compulsión a la pareja.
La mujer me tentó, y yo comí.
Cuando un hombre se avergüenza de masturbarse y en vez de hacerlo aborda a una mujer en busca de desahogo sexual, la vergüenza que hubiese debido acompañar a la actividad masturbatoria – con la que en ese caso no existe ninguna diferencia significativa, salvo que la fricción procede de un órgano femenino y la eyaculación puede tener lugar en la vagina –se traslada a la mujer. El hombre la considera como un receptáculo en el que ha vertido su esperma, una especie de escupidera humana, y se aparta asqueado de ella. Mientras el hombre esté en conflicto con su propia sexualidad y mientras mantenga reducida a la mujer a la condición de criatura exclusivamente sexual, la odiará, al menos parte del tiempo. Cuanto más histérico es el odio contra el sexo, más extravagante es la expresión del desdén. No hace falta citar las restricciones medievales al acceso de las mujeres a la iglesia y a los sacramentos para demostrarlo, aunque los ejemplos tienen el mérito de resultar llamativos e increíbles. En el Renacimiento, hubo algún intento de comprender la emoción y los efectos de la lascivia.


Despilfarro de aliento en derroche de afrenta
Es lujuria en acción; y hasta la acción, lujuria
Es perjura, ultrajante, criminal, sangrienta,
Brutal, sin fe, extremosa, presa de su furia;

Disfrutada no más que despreciada presto;
Más que es razón buscada, y no bien poseída,
Más que es razón odiada, como cebo puesto
Adrede a volver loco al que beber convida,

En la demanda loco, loco en posesión
Habido, habiendo y en haber poniendo empeño;
Gloria dada a probar; probada, perdición;
Antes, gozo entrevisto, y después, un sueño.
Todo esto el mundo sabe, y nadie sabe modos
De huir de un cielo que a este infierno arroja a todos.[7]


Shakespeare tenía razón al equiparar la fuerza del impulso lascivo y la intensidad de la aversión que seguía luego. Las primeras manifestaciones de la sífilis en Europa eran mucho más espectaculares que el proceso infeccioso actual y la ignorancia sobre el carácter del contagio contribuyó a teñir también las actitudes hacia el sexo. En los poetas medievales no es raro encontrar una imagen de sano goce animal, como el ingenuo orgullo de la Esposa de Bath por su capacidad para hacer sudar a sus maridos. A muchos humanistas, el placer mismo llegó a resultarles sospechoso y vieron en la persecución del objeto sexual un empeño ilusorio, aunque la dama se mostrase complaciente, pues el placer no estaba a la altura de las fantasías del cerebro agitado por la lujuria. Pero cuanto más intentaban devaluarlos neoplatónicos el sexo, los sentidos y la información sensorial, más florecía el empirismo y con mayor violencia afloraba el deseo sexual, distorsionado, sublimado o pervertido, en extrañas manifestaciones.  El final del poema de Shakespeare continúa alterado por el deseo, la vehemencia misma de la sintaxis es prueba de la potencia persistente del apetito carnal. Las enfermedades, el idealismo, la repulsión no podían sepultar a fin de cuentas la energía libidinosa de los isabelinos, que al fin y al cabo todavía estaban obligados a excretar en condiciones semipúblicas, a no bañarse casi nunca, a comer alimentos que nuestros sentidos considerarían apestosos, y por lo tanto no habrían podido subsistir si hubiesen estado aquejados por un grado de escrúpulos comparables a los que caracterizan al hombre del siglo XX.
Post coitum omne animal trite est. Los románticos desarrollaron la sugerencia , siempre presente en la literatura erótica, de que el placer sexual real era necesariamente inferior a las arrebatadas fantasías de la lujuria, hasta convertirla en una rotunda afirmación de la superioridad de las melodías no escuchadas frente a las oídas. Los grandes amores eran los que la muerte truncaba o los jamás disfrutados  debido a algún otro impedimento. La dicotomía mente-cuerpo, que tal vez imaginaban haber heredado de Platón, en realidad fue algo que se implantó en la sensibilidad de los europeos y que Descartes justificó  luego. La apetencia romántica por la heroína moribunda constituye en sí misma una manifestación de repulsión sexual y misoginia. Imaginar que una mujer se muere equivale a matarla: inmolada en el altar de la mortalidad, es posible deleitarse en ella con temerosa exaltación. El gran amante byroniano, consumido por el terrible fuego de un amor imposible que le devoraba el cerebro, torcía el gesto y alimentaba el brillo mortecino de sus ojos, ahogaba los placeres de todos los sucesos reales en un sueño de lo que jamás podría ser. El acto de adoración imperecedera a lo jamás disfrutado en la práctica era sólo rechazo de lo gozado. Incluso un poeta tan actual como Dylan tiene dos tipos de figuras femeninas en su imaginería: la dama de ojos tristes de los Lowland –las tierras bajas de Escocia-, la doncella del país del norte, impoluta e inviolable, to kalos, y las demás, que son humanas, están confusas, y son despreciables. Esta versión tosca del romanticismo está implícita en la distinción entre dos tipos de chicas que prevalece de manera casi universal en nuestra comunidad, especialmente en los sectores donde la moral sexual de vanguardia no ha conseguido disimular o proscribir la aversión como sentimiento inapropiado y neurótico. La primera vez que se acuesta con un hombre, cualquier mujer sabe que corre el riesgo de ser tratada con desdén. El amante escogido puede marcharse o volverle la espalda inmediatamente después del orgasmo y caer dormido o fingir que lo está; a la mañana siguiente, puede mostrarse lacónico o brusco; puede ocurrir que no vuelva a llamarla. Y la mujer confía en que no hable despectivamente de ella con sus amigos. Las palabras que se emplean para describir a las mujeres que no se muestran reacias a tener relaciones sexuales con hombres que están ansiosos de mantenerlas con ellas son la traslación de los epítetos del menosprecio del sexo, no enaltecidos por la profilaxis estética y la fantasía romántica. En ese ámbito, el fin del enamoramiento significa para muchos el desvanecimiento de un aura y la afirmación de la realidad desnuda de la relación sexual.

¡Oh! Caelia, Caelia, Caelia ¡mmm(ierda)![8]

Los hombres de mundo saben que esa repugnancia es una proyección de la vergüenza y, por consiguiente, no le dan rienda suelta, pero puesto que su proceso de adiestramiento en el control de esfínteres y de civilización ha sido el mismo que el de quienes son víctimas totales de la repulsión y el desdén, siguen experimentando sus ramalazos. Continúan diciendo “jódete” como un insulto despectivo; coño les parece aún la exclamación más degradante. Lameculos y soplapollas son palabras insultantes. Verse obligado a representar el papel de una mujer en la relación sexual es la máxima humillación concebible, la cual sólo se intensifica si la víctima descubre, con espanto, que disfruta de ello. Resulta imposible evaluar cuán extendido está este sentimiento en una comunidad civilizada como la nuestra: la gente tiende a minimizarlo para salvaguardar su autoestima, pero nadie se avergüenza de reconocer que la promiscuidad le inspira cierta repugnancia, aunque cabría argumentar que si el sexo es una cosa buena no debería volverse repulsivo por el hecho de que se practique a menudo con personas distintas. El argumento sofisticado alega que la promiscuidad devalúa el sexo, lo convierte en algo vulgar y corriente, impersonal, etc., pero la depresión que sienten los hombres a quienes las circunstancias obligan a ser más o menos  promiscuos, como los músicos itinerantes, es en realidad la misma consabida repulsión. Muy pocos hombres que se han acostado con muchas mujeres de manera promiscua son capaces de mantener una conversación humana con aquellas que les dispensaron sus favores. Más de una mujer reflexiona con pesar sobre el hecho de que sus técnicas sexuales más estudiadas, su apreciación más delicada de las necesidades de su amante polimorfo, su generosidad sexual misma hayan acabado siendo el detonante directo de la repulsión y el distanciamiento de aquél. La incapacidad de los hombres para desprenderse de sus inhibiciones con la mujer de bien que reúne las cualidades suficientes para que consideren oportuno casarse con ella, el terror y la repulsión que les inspira lo que el deseo reprimido acaba empujándoles a hacer, pueden ofrecernos una clave de los ultrajes y crímenes sexuales. El peor aspecto de la prostitución es que más de una prostituta se ve obligada a someterse a los rituales bestiales que los hombres civilizados consideran necesarios para su desahogo sexual. Muchas prostitutas afirman que ésa es su función sexual. Las desventuradas jóvenes que aparecen estranguladas con sus propias medias y violadas con botellas son víctimas del fetichismo y el odio masculinos; sin embargo, ninguna mujer ha exclamado después de uno de esos ultrajes contra su sexo: “¿Por qué nos odiáis tanto?”, a pesar de que se trata claramente de odio.
Parte del escándalo y la alarma que suscitó Última salida para Brooklyn tenía su origen en los sentimientos  de culpa de los lectores que identificaron el fenómeno de la brutalización de Tralala con la horrenda credibilidad de su final: si los forenses revelasen los horrores que llegan hasta las losas de la morgue, tendríamos pruebas aún peores de la supervivencia del odio contra las mujeres en nuestra sociedad.



… llegaron más, cuarenta o tal vez cincuenta y la follaron y volvieron a hacer cola para tomarse una cerveza, gritando y riendo, y alguien exclamó que el coche olía a almeja, y sacaron a Tralala y el asiento y lo dejaron en medio del erial y ella permaneció ahí desnuda, tumbada sobre el asiento del coche, y sus sombras ocultaban sus granos y sus costras, mientras bebía y se sacudía las tetas con la otra mano, y alguien le aplastó la lata de cerveza contra la boca y Tralala soltó un taco y escupió un pedazo de diente y alguien volvió a empujar la lata… y el siguiente se le montó encima y esa vez se le partieron los labios y la sangre le goteó por la barbilla y alguien le secó la frente con un pañuelo empapado de cerveza y le dieron otra lata y ella empezó a beber y a gritar algo sobre sus tetas y le partieron otro diente y la herida de los labios se ensanchó y todos se rieron y ella también rió y siguió bebiendo más y más y al poco rato perdió el sentido y la abofetearon un par de veces, mientras mascullaba y movía la cabeza, pero como no consiguieron reanimarla siguieron reanimarla siguieron follándola mientras yacía allí inconsciente, en el asiento del coche en medio del erial, y no tardaron en cansarse de ese trozo de carne inerte y el corro se deshizo y volvieron a Willies the Greeks y a la base y los críos que les estaban observando y esperando su turno, desahogaron su frustración sobre Tralala y le hicieron trizas la ropa, apagaron unos cuantos cigarrillos sobre sus pezones, se le mearon y masturbaron encima, le metieron un palo de escoba en el coño, y por fin, hastiados ya, la dejaron ahí tirada, en medio de las botellas rotas, las latas herrumbrosas y la chatarra, y Jack y Fred y Ruthy y Annie se subieron vacilantes a un taxi, riendo todavía, y al pasar frente al erial, se asomaron por la ventanilla y contemplaron a gusto a Tralala allí desnuda, cubierta de sangre, orina y semen, mientras sobre el asiento entre sus piernas se iba formando una pequeña mancha a mediad que la sangre se escurría por su entrepierna…[9]


Castigada, castigada, castigada a través de sus orificios mágicos, su coño y su boca, por ser objeto de odio y miedo y asco, pobre Tralala. Las mujeres nunca tienen un papel decisivo en los delitos de odio sexual; tampoco cuando éstos se cometen sobre el cuerpo de los hombres. Cualquier movimiento de liberación de la mujer tiene que ser capaz de comprender las implicaciones de este estado de cosas.
El odio contra las mujeres ha sobrevivido en nuestra civilización en una miríada de manifestaciones ínfimas, que sus agentes desmentirán con denuedo en la mayoría de los casos. La profunda aversión contra la visión del vello pubiano en las modelos de revista que evidencia la selección de poses que minimizan la zona genital responde en parte a la repulsión que suscita el órgano mismo. Mujeres con considerable experiencia, como la autora de Los profetas del underground, que se enorgullecen de su pericia en el arte de la felación y se regodean en ella, consideran, en palabras de la señora Fabian, que el cunnilingus debe ser menos guay y no se lo pedirían a ningún hombre en la cama.[10] A otras, les avergüenza y piensan que a los hombres seguro que les debe dar asco. A menudo también siento lo mismo, en contra de mi voluntad, y no puedo fingir que se deba únicamente a que se trata de un procedimiento demasiado íntimo, o demasiado impersonal. Las secreciones vaginales son tema de un extenso folclore; las enormes campañas publicitarias de promoción de desodorantes y perfumes de la zona  vulvar apelan deliberadamente a las reticencias de las mujeres con respecto a la aceptabilidad de sus olores y sabores corporales. Existe incluso un desodorante vaginal aromatizado con menta para crear una ilusión de frescor e inhumanidad. Otros son mentolados. La vagina se describe como un problema que impide algunos de los goces de la proximidad. El uso excesivo de enjuagues vaginales con aditivos químicos altera, de hecho, el equilibrio natural de los organismos presentes en la vagina, pero ningún médico se ha atrevido a denunciarlo abiertamente hasta la fecha. Las mujeres deseosas de hacer las pases con su cuerpo y que quieran comprender cuánto les falta en realidad para conseguirlo, deberían examinar sus propias reacciones ante la sugerencia de que prueben a qué saben sus propias secreciones vaginales cuando quedan adheridas a sus dedos o su sabor en la boca de un amante. A pesar de mi actitud proselitista, debo confesar que experimenté un ligero sobresalto cuando una de las mujeres a quienes está dedicado este libro me dijo que había probado el sabor de su sangre menstrual sobre el pene de su amante. En esa sangre no hay nada horrible ni ponzoñoso; me chuparía la sangre con un dedo, no tendría escrúpulos en besar un labio ensangrentado, y sin embargo… La única cura para esas supersticiones es un empirismo básico, abordado con inocencia.
La repugnancia reprimida hacia los genitales femeninos es la razón por la que raras veces se investigan debidamente las numerosas causas de los picores e inflamaciones vulvares y muchas mujeres utilizan tratamientos inadecuados para ciertas dolencias que consideran crónicas y de origen nervioso o moral, hasta que ya no admiten tratamiento alguno. Los casos incurables de infección por tricomonas se deben todos a una combinación de temor, superstición y desinterés de los médicos. Las dolencias que afectan al pene pueden ser tan triviales y risibles como el pie de atleta y otro tanto puede ocurrir con las molestias vaginales. En ambos casos, se deberían examinar. La asociación ficticia del escozor vulvar, prurigine vulvae, con el deseo sexual excesivo es un motivo adicional por el que no se toman en serio los picores que sienten las mujeres. La fantasía del escozor insoportable de la vagina voraz va unida a otras ideas sobre la coloración y forma adecuadas de las ninfas, que influencias incluso las ideas de los médicos. Se supone que el coño de una mujer limpia y virtuosa debe ser sonrosado y suave, el clítoris apenas prominente, la membrana de los labios fina y lisa. La coloración amoratada de las mujeres de piel morena resulta sospechosa y la rugosidad del tejido labial se considera  un indicio de excitación excesiva, masturbación u otros excesos.
A partir de presunciones arbitrarias sobre la coloración y forma de las ninfas, los médicos de Estados Unidos detectaron a principios de siglo centenares de casos de masturbación habitual y los trataron de la manera más bárbara imaginable: mediante la clitoridectomía.[11] Jamás se ha sugerido el mismo remedio para la masturbación masculina; en cambio, en muchos casos se procedió a la castración efectiva de las mujeres. Una práctica injustificable desde el punto de vista más burdamente fisiológico, puesto que los nervios que activan el clítoris también activan el resto de la zona anovaginal, y la masturbación, si en efecto tenía lugar o se practicaba con tanta frecuencia como afirmaban los médicos –y suponiendo que tuviese los efectos nocivos para el conjunto del organismo que ellos imaginaban, como neurastenia, anorexia, alteraciones de la presión sanguínea, debilidad, etc.-, se hubiese podido trasladar con toda naturalidad a otras zonas. La única motivación convincente de esa terapia (pues justificación no puede tener ninguna) es el odio contra las mujeres. La infibulación de las jóvenes en algunas tribus primitivas cumple la misma función punitiva y defensiva.
La falta universal de aprecio por el órgano femenino se traduce en una insuficiente autoestima de las mujeres. Mantienen una actitud furtiva y reservada con respecto a sus propios órganos y sus funciones, pero el efecto más terrible es el fenómeno de la mujer que busca la degradación a través de la asociación con sus “inferiores” e invitando a su amante a abusar de ella. Se rodó una película italiana muy divertida basada en la historia de una mujer rica que, cuando se emborrachaba, hacía el amor con su chofer y le rogaba: “Chiamami tua serva!”. Muchas de las infamias y crueldades que infligen los hombres a las mujeres las cometen instigados por ellas. La muestra más evidente del odio contra las mujeres la constituye la introducción de objetos peligrosos en la vagina y en la uretra, por obra de las propias mujeres.[12] Entre las descripciones más antiguas de casos ginecológicos figuran ejemplos de mujeres que se introdujeron agujas y punzones en la vejiga y consiguieron causarse la muerte. Sus alegaciones de extravagantes accidentes no engañaron ni siquiera a los pioneros de la ginecología. Cuando la cirugía se encontraba en sus inicios, esos abusos solían ser mortales. Incluso en la actualidad no son raros los casos de este tipo de violencia autoinfligida. Muchos trastornos menstruales tienen su origen en una incapacidad de aceptar la condición de mujer y los procesos que la acompañan. Más de una joven necia que se atiborra de sal de frutas y ginebra y se escalda en un baño de agua caliente, más que intentar provocarse un aborto, se está castigando por su sexualidad femenina. El autodesprecio es un factos importante en la ninfomanía, que suele ser una autodegradación compulsiva. La psicología popular lo designa en su jerga como un bajo concepto de sí misma.[13]
Las mujeres han sufrido un lavado de cerebro tan intenso sobre cuál debería ser su apariencia física que, a pesar de las descripciones de la narrativa popular, raras veces se desvisten con estilo. A menudo se disculpan por su cuerpo, evaluado en relación con ese objeto de plástico del deseo cuya imagen difunden los medios de comunicación. Sus pechos y sus nalgas siempre son demasiado grandes o demasiado pequeños, de la forma inadecuada o demasiado blandos; sus brazos, demasiado velludos o musculosos o delgados; sus piernas, demasiado cortas, demasiado macizas, etc. Las excusas no siempre son un recurso para obtener cumplidos. Son verdaderas excusas. El cumplido es, de hecho, la confirmación necesaria de la ausencia de deficiencias y no meramente de que éstas carecen de importancia. La mujer que se lamente de su culo caído no quiere que le digan: “A mí no me importa, porque te quiero”, sino “Lo tienes perfecto, tontuela, tú no lo ves como puedo vértelo yo.” Es fácil observar que las mujeres que tienen el pelo rizado insisten en alisárselo y las que lo tienen liso en rizárselo, se vendan los pechos cuando los tienen grandes y usan rellenos cuando los tienen pequeños, se oscurecen el pelo cuando lo tienen claro y se lo aclaran cuando lo tienen oscuro. Estas medidas no siempre responden al dictado del fantasma de la moda. En todos los casos reflejan una insatisfacción con su cuerpo tal como es y un deseo insistente de que sea distinto, no natural sino controlado, fabricado. Muchos de los artificios a los que recurren las mujeres no son de carácter cosméticos, ni ornamental, sino un disfraz de lo real, fruto del temor y el desagrado. Una luz suave, ropa interior de encaje, con el acompañamiento de alcohol y música, pueden ayudar a hacer pasar por buenos artículos de segunda calidad, que bajo una luz intensa y completamente desnuda podrían resultar fácilmente repulsivos. El dominio universal del estereotipo femenino es el factor concreto más importante de la misoginia masculina y femenina.  Hasta que la mujer tal como es no sea capaz de expulsar ese fantasma de plástico de su imaginación y de la de su hombre, continuará excusándose y disfrazándose, mientras acepta sin quejarse la barriga, la papada, el mal aliento, las ventosidades, la barba incipiente, la calvicie y otras fealdades de su compañero. En su arrogancia, el hombre exige ser amado tal como es y se niega incluso a controlar el desarrollo de las distorsiones más lamentables del cuerpo humano, que podrían ofender la sensibilidad estética de la mujer. La mujer, en cambio, no puede contentarse con estar sana y ágil: tiene que realizar esfuerzos exorbitantes para aparentar algo que jamás podría existir sin una diligente deformación de la naturaleza. ¿Es demasiado pedir que se exima a las mujeres de la lucha cotidiana por alcanzar una belleza sobrehumana con el fin de ofrecerla a las caricias de un varón subhumanamente feo? Se dice que las mujeres nunca sienten repulsión. La triste realidad es que a menudo la sienten, pero no hacia los hombres; siguiendo el modelo de éstos, la mayoría de las veces se sienten asqueadas de sí mismas.


 Greer, Germaine. La mujer eunuco. Kairós.





[1] Frank Reynolds, según sus declaraciones a Michael McClure, Freewheelin’ Frank, Londres, 1967, p. 86.
[2] Íbid, pp. 55, 7 y 12-13.
[3] Eldridge Cleaver, Soul on Ice, Nueva York, 1968, pp. 16-17. (Versión castellana: Alma encadenada, México: Siglo XXI, 1969.)
[4] “Eager Females – How they reveal themselves”, Male, vol. 19 n°6, junio de 1969.

[5] Stag, vol. 20, n°5, mayo de 1969.
[6] Reynolds, op. cit.
[7] William Shakespeare, soneto CXXIX, Works, p. 1.124. (Entre las multiples versions castellanas, aquí se reproduce la traducción de Agustín García Calvo en Sonetos de amor. Barcelona: Anagrama, 1974 (2002).)
[8] Dean Swift, “Cassinus and Peter”, The poems of Jonathan Swift, Harold William, ed., Oxford, 1937, p. 597.
[9] Hubert Selby, Last Exit to Brooklyn, Londres, 1966, pp. 82-83. (Versión castellana: Última salida para Brooklyn. Barcelona: Anagrama, 1989.)
[10] Jenny Fabian, y Johnny Byrne, Groupie, Londres, 1969.
[11] R. L. Dickinson, y Laura, Beam, The Single Woman, Londres, 1934, pp. 18, 252, 258, 262 y 264.
[12] Ibíd,. p. 231.
[13] Por ejemplo, Ellis Albert y Sagrin Edward, Londres, 1968, pp. 45, 54, 59, 103-104, 118-119 y 122-123.

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