viernes, 22 de noviembre de 2013

Violencia de género: fundamentos y modelizaciones

Siempre parece oportuna una reflexión en general acerca de la violencia y, en particular, acerca de la violencia de género.[1] Por cierto, la violencia de género y la violencia contra las mujeres (ya veremos la diferencia) se produce mediante complejos mecanismos entre los que la brutalidad cotidiana que sufren muchas personas es sólo el ejemplo emergente de una trama tanto más sofisticada cuanto difícil de desmontar. Desde las formas más habituales de violencia doméstica hasta las más complejas invisibilizaciones y complacencias, los modos en que se ha ido tejiendo el entramado ideológico de la desigualdad, la opresión, la violencia física y el silencio – como un producto estructural – han sido interpretados y legitimados de diversas maneras.
Ahora bien, para poder aproximarnos a la violencia como fenómeno estructural –más que como el problema de uno o varios individuos- es necesario trabajar desde marcos teóricos y metodológicos que permitan analizar y poner de manifiesto los modos sistemáticos en que se la produce, articula y encubre.  Su ocultamiento tiene lugar gracias a una densa trama de conceptualizaciones elaboradas a lo largo de los siglos, de cuya construcción ni la filosofía ni la ciencia son ajenas. Estos constructos sistemáticos – que denominamos megarrelatos de legitimación patriarcal- han dado fundamento legitimidad a las relaciones jerárquicas y de desigualdad entre varones y mujeres; por lo general, interpretándolas como un subproducto necesario de las características naturales de cada sexo.
            Se ha necesitado un trabajo analítico de gran envergadura y la recuperación de la memoria histórica de las mujeres (en un trabajo que ha trascendido las fronteras y las posiciones políticas) a los efectos de echar luz sobre los mecanismos de exclusión y las tramas de la discriminación de las cuales la violencia física es –si se quiere- su faz más cruda y descarnadamente visible. Para desarticular esos mecanismos y los argumentos que los sostienen, se han construido un conjunto de teorías que metodológicamente permiten el abordaje de un conjunto de fenómenos (más o menos graves) que, por ahora, denominaremos sexismo. El sexismo es, pues, todo tipo de discriminación que toma como base el sexo de la persona. Si bien en principio el sexismo puede producirse respecto de cualquiera de los sexos, históricamente y de modo abrumador se ha llevado a cabo contra las mujeres.[2]
            Para dar cuenta del sexismo contra las mujeres, podríamos sintéticamente sugerir que las mujeres que han construido teoría lo han hecho – a veces sin saberlo – siguiendo un método que Edmund Husserl ilustró con el ejemplo de la balsa. En efecto, si estamos en alta mar y debemos reemplazar los maderos de una balsa está claro que no podemos hacerlo con todos de una vez, so pena de ahogarnos. Por el contrario, es preciso reemplazarlos de uno en uno (o de dos en dos), pero no a todos al mismo tiempo pues nos quedaríamos sin punto de apoyo alguno. En una suerte de apropiación avant la lettre, en casi todas las épocas se desarrollaron teorías explicativas basadas en las filosofías del uso, en un intento por desactivar presupuestos sexistas o racistas. De este modo, queremos llamar la atención sobre el hecho –repetidamente invisibilizado- de que en casi todas las épocas ha habido reivindicaciones vinculadas a los derechos de las mujeres y denuncias de los modos de violencia ejercida sobre ellas. Sin embargo, no es sino hasta el siglo XX de la mano del ingreso más o menos masivo de las mujeres a las universidades que se ha reunido un corpus significativo de trabajos interdisciplinarios. Se trata ciertamente de un conjunto visible de desarrollos explicativos y términos teóricos, que ayudan a analizar desde otro punto de vista el fenómeno de la violencia y de los modos y niveles en los que se reproduce.
            A los efectos de un mejor planteo de la cuestión que nos interesa, nos referiremos brevemente a algunos de los términos teóricos gracias a los cuales se han visibilizado los modos de exclusión de las mujeres, facilitando, a su vez, el planteo, la revisión, el análisis y el abordaje general de aquello que hemos denominado “violencia de género y violencia contra las mujeres”, fenómenos que se producen – como se sabe- en todos los estamentos socio-culturales y económicos.

1)      Algunos conceptos previos
Compete a la Teoría de Género investigar los modos estructurales de invisibilización, ocultamiento y deslegitimación de las mujeres. Se trata de una disciplina transversal que muestra cómo se produce y se legitima –muchas veces por forclusión- la discriminación de sexo-género: no necesariamente en sus manifestaciones más inmediatas, sino en sus formas estructurales, legales, filosóficas, científicas, etc.[3] En este sentido, intenta modos de análisis, reparación, modificación, reversión. En tanto transdisciplina,  reconoce (i) un plano fáctico, “la experiencia de las mujeres”, o ámbito vivencial como fuente de reflexión y acerca de su condición pasada y presente; (ii) un plano tórico de reflexión y conceptualización que desarrolla cuestiones vinculadas a disciplinas que como la psicología o la sociolingüística abren sus análisis a los sesgos de géenro; (iii) un plano ético-político en el que circulan los mandatos, los estereotipos, las normativas, etc., entretejidos en la trama social y en las prácticas cotidianas; y, por último, (iv) un plano metateórico o filosófico que revisa y genera conceptos y términos teóricos explicativos y analiza las interacciones entre los planos anteriormente señalados. La revisión de nociones como “racionalidad”, “poder”, “sistemas de dominación”, la resignificación de conceptos como “patriarcado” o “género”, la invención de nociones como “invisibilización sistemática” o “acoso sexual” remiten a este plano. [4]

a. Patriarcado
Desde la década de los setenta, se llama “ideología patriarcal” o “patriarcado” al sistema de dominación sexo-género que expresa y reproduce la desigualdad, la invisibilización y la imposición de modelos o estereotipos socioculturales naturalizados, delimitando a su vez los espacios jerárquicamente significativos como espacios de los varones, tanto en la esfera simbólica como en la física: en la pública como en la privada.[5] Con un añadido: la ideología patriarcal invisibiliza o forcluye la exclusión y la violencia, promoviendo la omisión o el silencio de las propias mujeres aún en sociedades altamente democratizadas.
            El mismo nombre de “patriarcado” se inscribe en una larga tradición que se remonta cuanto menos hasta el famoso debate entre Sir Robert Filmer y John Locke (en el siglo XVII) sobre quién confería al Rey su Soberanía, si Dios o los Súbditos. Este concepto resignificado por el feminismo no ha perdido vigencia y remite a organizaciones políticas, económicas, religiosas o sociales que relacionaron estructuralmente la idea de autoridad natural y de superioridad jerárquica con los varones. En ese sentido, Cèlia Amorós considera que al menos desde la modernidad se lo puede reconocer en términos de pactos entre varones cuyas notas características son la metaestabilidad y el interclasismo.[6] Que en buena medida estoe s así, lo muestra el hecho histórico de la exclusión de las mujeres tanto de las teorías del contrato (Hobbes, Rousseau, etc.) como de su ciudadanía en los Estados Modernos constituidos sobre tal base. Si finalmente las mujeres han accedido en tiempos relativamente recientes a los derecho ciudadanos y civiles ha sido sólo por añadidura y tras largas luchas  frecuentemente olvidadas o menospreciadas (Amorós, 1997).
            El patriarcado en tanto que estructura establece los marcos comprensivos de una cierta forma de violencia simbólica: la invisibilización histórica de las mujeres del ámbito público y su confinamiento al privado. Esta estrategia estructural las replegó en el espacio privado: privado de ciudadanía, privado de reconocimiento, privado de derechos, privado de voz legal propia, privado de mayoría de edad, privado de salario, etc. Conviene no olvidar esta deslegitimación histórica, pues sólo en algunos países y, en tiempos históricos, muy recientemente, las mujeres occidentales se han aproximado a una igualdad que siempre ostentan precariamente.

b. Género
También a partir de la década de los setenta se acuña el concepto “género”. Suele entenderse por género “la forma de los modos posibles de asignación de propiedades y funciones a los seres humanos, en relaciones duales, familiares o sociales, imaginariamente ligadas al sexo.” [7] En su versión más canónica, el “sexo” remite a “lo dado” (el dato biológico) y el “género” al constructor socio-histórico que cada uno de nosotros/as es. En debates más recientes se ha sostenido que ya el sexo es un constructor cultural y que la disociación sexo-género obedece a la distinción decimonónica natura-nurtura. Sea como fuere, lo cierto es que la noción de “género” se acuñó para poner de manifiesto el grado de dependencia cultural de los roles sexuales y los modos en que se ocultan los mandatos de género, vinculados por lo general al disciplinamiento del deseo, y su potencia en los procesos de socialización de los individuos.
            Ahora ya estamos en condiciones de distinguir, como señalamos más arriba, entre la violencia contra las mujeres y la violencia de género. En otras palabras, si bien toda violencia contra las mujeres es violencia de género, no toda violencia de género es violencia contra las mujeres. [8]

2) Aproximación a la noción de violencia
Es sabido que la noción de “violencia” significa “forzamiento” o “intimidación”. [9] Si bien originariamente se vincula con la fuerza física, Bourdieu ha distinguido recientemente la violencia simbólica de la física. Donde el poder simbólico literalmente “construye un mundo” imponiendo orden a la realidad (sin que entremos ahora en la cuestión metafísica de qué sea la realidad), la violencia simbólica es aquella que se ejerce imponiendo formas por lo general bajo el supuesto de que son únicas. En efecto, la estrategia fundante de la imposición simbólica de formas o de categorizaciones es entenderlas como las únicas legítimas, apropiadas o convenientes. De modo que o bien se borra toda huella de las alternativas posibles o bien se presenta tales alternativas como inaceptables, ya sea por cuestiones éticas o vinculadas al gusto. La violencia simbólica se ejerce en el ámbito creencial (o sistema de creencias de un individuo) y su forma más pregnante es la “ideología”, ya sea la implícita en el lenguaje o la explícitamente manipulada.
            Esto significa que la violencia simbólica aísla, segrega, recluye, genera marginalidades, divide, condena y hasta aniquila o extermina, si no directamente al menos indirectamente en forma de justificación o legitimación de la violencia física, por lo general en términos pseudo argumentativos. Todo sistema de dominación (incluyendo el patriarcado) implica violencia simbólica descalificando, negando, invisibilizando, fragmentalizando o utilizando arbitrariamente el poder sobre otro/as. Incluso, la creación de estereotipos de generalización excesiva que no dan lugar a la manifestación de los caracteres individuales pueden entenderse como formas de violencia simbólica. Se trata de fórmulas rígidas que impiden la mostración de los cambios,  galvanizando o solidificando algún rasgo o característica funcional al sistema de poder que lo generó: constituyen en buena medida la base material para los chistes, las bromas y las persecuciones. Estas simplificaciones de rasgo fijo, que no se modifican ni admiten cambios, funcionan a la manera de “camisas de fuerza” sobre los individuos. Es decir, a la manera en que Foucault lo entiende, invirtiendo la fórmula platónica, los ideales del alma son la prisión del cuerpo.[10] Y esos ideales son por lo general mandatos fuertes socialmente instituidos.
            Sobre modos más específicos de violencia física hablaremos más adelante.

  1. Lenguaje, legitimación y violencia estructural
Ya señalamos que, en principio, la violencia simbólica se ejerce desde el lenguaje, y no nos referimos a expresiones más o menos triviales en términos de ridiculizaciones individuales, propias de grupos etarios, dirigidas a esta o aquella persona aisladamente. Nos referimos a expresiones que, categorizando estereotipos instituyen una norma valorativa. En ese sentido, el lenguaje no sólo instala una forma de ver el mundo sino al mundo mismo. En efecto, los estereotipos constituyen generalizaciones excesivas, fijas, esquemáticas y simples que remiten a sistemas valorativos encubiertos y fuertemente emocionales, cuyos supuestos no examinados quedan hipercodificados y naturalizados. Por tanto, constituyen “lo obvio”, no se cuestionan, se aceptan sin más. Son modos propios de los estereotipos raciales y sexuales (o de una combinación de ambos), que en su funcionalidad se fortifican.  Afirmaciones del tipo “Todas las mujeres (negros, homosexuales, judíos, indios, etc.) son… p”, donde “p” ocupa el lugar de cualquier predicado agraviante o discriminatorio, se oyen cotidianamente. Y discriminan porque, de un enunciado universal, se sigue que para cada caso singular ese predicado se cumple necesariamente, salvo excepción a la norma. Es decir, salvo anormalidad.
            En castellano, es sabido, el masculino se usa como género no marcado, es decir, que constituye lo previsible o lo básico de la lengua mientras que lo marcado (el femenino) su contrario: lo no-previsible y lo secundario.[11] Si bien es difícil trazar la línea divisoria entre la invisibilidad, la falta de valor y el rechazo, cada uno de estos fenómenos niega a las mujeres su pertenencia a la humanidad, porque –como en la falacia pars pro toto que señalamos más arriba- “…los casos de sexismo lingüístico deben entenderse como un reflejo de la presencia generalizada del sexismo en la cultura.” (Suardiaz, 2002: 143)
            Dividir a los seres humanos en dos (o más) géneros, donde gracias a un estereotipo estructuralmente funcional (no ingenuo) uno es considerado superior y el/los otro/s inferior/es, genera normativa, jerarquiza y excluye. O bien, sólo incluye por vía  de la excepcionalidad. Esto significa que podemos reconocer al menos tres modos fundamentales de exclusión simbólica tanto ene l lenguaje coloquial como en el filosófico-científico con consecuencias materiales para las mujeres (i) cuando se apela a su inferioridad; contrariamente, (ii) cuando se las distingue por su excelencia;  por último (iii) cuando simplemente se las obvia entendiendo lo humano en términos de lo masculino instituido universal y, a su vez, instituyendo lo que Amparo Moreno Sardá (1989) denominó: el arquetipo viril de la historia.
            Margrit Eichler (1988), por su parte, hace notar que este modo de abordar la realidad desde una única dimensión sexual se naturaliza acuñando no sólo la norma del masculino con las consecuencias de invisibilización ya señaladas, sino además generando sobre o infra generalizaciones según el caso, de las que el discurso científico-filosófico está plagado. Más aún, las maniobras de exclusión suelen quedar encubiertas al solidificarse en un lenguaje hipercodificado que forcluye la estrategia original de su construcción histórica. La consecuencia más habitual son las esencias sexuales o generizadas, naturalizaciones que al hacer invisible el proceso histórico que les dio origen generan una falsa a-historicidad fundad en un conjunto de supuestos metafísicos implícitos recogidos acríticamente e instituidos por tradición.
            Ahora bien, incluso los usos analógicos y metafóricos –incluyendo los vinculados a la madre/naturaleza- estructuran ciertos aspectos relevantes del orden simbólico occidental, conformando y transmitiendo subrepticiamente estereotipos y valoraciones. [12] Es difícil saber si el lenguaje cotidiano puede prescindir de sus usos metafóricos, pero lo cierto es que también el lenguaje filosófico, científico, los libros escolares, etc. están plagados de referencias sexistas en las que se legitiman los estereotipos o simplemente se acepta la inferioridad natural de las mujeres. Se generan así formas constitutivas de violencia simbólica en la lengua en la que se expresan varones y mujeres. A modo ejemplo, tomaré un pasaje de Platón que ilustra lo que acabamos de señalar. Sócrates relata cómo su madre Fenerete, de profesión partera, ayudaba a las mujeres preñadas a dar a luz a sus criaturas. [13] “De la misma manera –sostiene el Sócrates platónico- los varones que dan a luz ideas (de las que también deben estar preñados) sufrirán ene l proceso del conocimiento los dolores del parto.” Sócrates mismo le advierte al joven Teeteto, que dialoga con él, que si bien parir con el alma es una función análoga a parir con el cuerpo, parir con el alma es más valioso, puesto que, como Platón advierte en Fedón, el alma es siempre superior al cuerpo. [14] En efecto, las mujeres sólo pueden concebir niños de carne corruptible y materia perecedera mientras que los varones conciben con el alma racional ideas atemporales, inmateriales, incorruptibles, absolutas.
            Si examinamos estas afirmaciones, en una primera lectura ya advertimos que, según su campo semántico originario, la utilización que hace Platón (y no sólo él) de palabras tales como “concebir” o “gestar” suponen una apropiación encubierta y forcluida de una función biológica propiamente femenina convertida en clave inteligible de la función propia de los varones, entendidos tradicionalmente como portadores paradigmáticos de la racionalidad. Este es un ejemplo simple de violencia simbólica hipercodificada de modo tal que pasa inadvertida. Más aún, carecemos muchas veces de otra palabra para reemplazarla. En una segunda lectura, podríamos advertir que no sólo el genérico masculino aparece como más valioso per se sino que el pasaje presupone que, dada la capacidad natural de las mujeres para gestar y parir hijos, quedan excluidas la posibilidad de “concebir” ideas, sustrayéndoles una capacidad definida como humana en términos universales. Eichler denomina este mecanismo “sobre-especificación”.

  1. Interpelación y heterodesignación
Consideremos otro ejemplo. Un transeúnte de espaldas oye “Eh, tú, negro!” y se da vuelta. Debemos a Louis Althusser este ejemplo gracias al que nos hace reparar en la capacidad interpelativa del lenguaje y su poder preformativo (Althusser, 1970). En efecto, la apelación de al transeúnte se produjo gracias a una apelación previa a la autoridad – que Althusser entiende en términos de autoridad del Estado- donde la respuesta presupone no sólo que la inculcación “Tu, negro” en la conciencia de este individuo ya ha tenido lugar, sino también que se trata de una operación normativamente regulada. Análogamente, cuando históricamente las apelaciones a las mujeres han sido del tipo “Eh, tú, la fregona, la diosa/ la niña frívola / la inconsciente / la vulnerable /la incapaz / la quejosa/ la loca”, etc., es de suponer que la eficacia apelativa y preformativa del discurso también tuvo lugar. A esta forma de violencia simbólica la denominamos poder heterodesignativo del lenguaje.
            Pero existen otras formas paradigmáticas de apelación discriminatoria, por ejemplo el chiste que goza además de la complacencia con que deben recibirse las bromas casi nunca vistas como insultantes o discriminatorias, salvo por quien las padece. En esos casos, si se queja, se la tacha de “carecer de humor”. Singularmente, los chistes de la ideología patriarcal –como los de la racista- no reconocen fronteras ni idiomas, recorren el mundo y se mueven con comodidad en todos los ámbitos y clases sociales.  Otra forma más sutil aún es el piropo, que apela a la excelencia (la belleza, las formas, etc.) y hace las veces de controlador del uso que las mujeres jóvenes solas hacen del espacio público. Los ejemplos que acabamos de presentar constituyen modos ideológicos de incidir en la imagen que el/la sujeto tiene de sí mismo/a, y por ende incide en su sistema de creencias.  Un último ejemplo lo constituye el insulto que también supone un ejercicio de dominio jerárquico, y el uso excesivo y arbitrario del poder con la intención de sancionar el traspaso de un límite que el otro considera “adecuado”. Así, el insulto marca un límite, señala una transgresión y asume la dimensión específica de un estereotipo considerado normativamente. Insultar es una de las primeras formas de daño lingüístico que aprendemos (Butler, 1997). Ahora bien, no son las meras palabras las que hieren, y esto responde a las convenciones de un sitio histórico. El verdadero insulto tiene que ver con el modo, énfasis o entonación con que se dirigen ciertas palabras más que con las palabras mismas. Es decir, cierto nombre injurioso desacredita y degrada a partir del énfasis físico con que se emiten tales palabras: en este punto lo simbólico y lo físico se conjugan.
            Perdida, pues, la ilusión de una lenguaje sexualmente neutro, creemos que se impone una doble tarea: a) examinar y visibilizar las formas encubiertas de violencia simbólica cuya gama es extensa y matizada; b) estar alertas, si es que no queremos formar parte de una mayoría ingenuamente discriminatoria.

  1. Un orden natural
En los parágrafos anteriores hemos mencionado repetidamente la noción de “naturaleza”. De hecho, esta noción ha sido una de las legitimadoras más importantes de discriminaciones simbólicas a lo largo de la historia, ya sea que se trate de sexismo o de racismo. En efecto, los modelos políticos tradicionales suelen apelar –como dijimos- a un orden natural fundado en diversos supuestos de tipo metafísico explícitos o implícitos. La apelación a “un orden natural” que pre-fija lugares simbólicos y reales –también entendidos como naturales-  para varones y mujeres, blancos o negros, cristianos o judíos es el modo más habitual en que se manifiesta este mecanismo de legitimación. Para el caso específico de las mujeres, dado que son todavía socialmente indispensables para la reproducción del cuerpo social,  su marginalidad y exclusión adquieren caracteres propios, si bien son abundantes los estudios que dan cuenta de su sistemática eliminación en término de mayor infanticidio femenino, alimentación más precaria y por tanto mayor vulnerabilidad a las enfermedades, menor escolarización, etc. [15]

  1. Eficacia simbólica
La violencia simbólica resuelve su eficacia en violencia física. De ahí el sinuoso camino emprendido. En efecto, los individuos actúan dramáticamente un orden simbólico pre-dado, apropiándoselo resignificativamente  en términos de conductas más o menos discriminatorias, más o menos tolerantes. Si, como acabamos de ver, aún la lengua supuestamente neutra conlleva niveles de exclusión y sexismo, tanto más esto es así cuando se conlleva niveles de exclusión y sexismo, tanto más esto es así cuando se construyen discursos sexistas ad hoc; es decir, intencionadamente. En general, la eficacia de tales discursos depende de la valorización y/o el poder que tengan las instituciones de la que provienen (ciencia, estado, medios de comunicación, etc.). También, su eficacia depende en parte del modo en que un cierto capital simbólico se ancla en una realidad social nueva, APRA dar cuenta de las expectativas y de los deseos de algún grupo emergente. De modo que, si nombrar es hacer existir, también es imposición de sentido: razón por la cual ese tipo de discursos opera como disciplinador social, llegando a imponer –por la fuerza o la persuasión – ciertas prácticas en los sujetos. Para que esto sea así, se promueven asociaciones causales forzosas difíciles de desmontar, incluso en niveles que parecen triviales (los anunciantes conocen muy bien este tipo de técnicas).
            Una violencia simbólica que se ejerce directamente sobre el cuerpo de las jóvenes de manera altamente eficaz es la que actúa sobre la representación del propio cuerpo, en tanto mandato estético: en los problemas de bulimia y anorexia este aspecto juega un papel sumamente importante (aunque no es el único). Por trivial que parezca, recordemos que son enfermedades que matan: violencia sutil y poderosa de los medios de comunicación que moldean los cuerpos de la mayoría de las adolescentes y su propia mirada sobre sí mismas. Disciplinamientos de este tipo sirven además de anclaje para otros, ya que lo que se construye y potencia es la dependencia respecto de la “mirada” aprobatoria de los otros.
Análogamente, la inscripción de las mujeres dentro del campo semántico de la naturaleza (como opuesto a la cultura), no se agota en su carácter nutricio (madre/tierra), sino que al mismo tiempo que la describe, le prescribe el rasero normativo del control de su “irracionalidad emotiva” y de tutela. Dentro del mismo campo semántico, se la define como “fértil” o “yerma”; tiene “frutos” de su vientre o es “estéril”. [16] Con las nuevas técnicas de reproducción asistida, cuyo éxito estadístico es mínimo, el cuerpo de las mujeres se convierte en campo propicio para la experimentación científica a los efectos de dar respuesta al mandato de la naturaleza de fructificar, recogido y elaborado por discursos religiosos, científicos, políticos, etc. Estos u otros ideales, construidos históricamente por cierta cultura, disciplinan el deseo de los individuos al tiempo que se proyectan como naturales, convirtiéndose en mandatos ineludibles, salvo por anormalidad.
La mayor parte de las veces, los mandatos sociales apelan al amor (de madre, de esposa, de hija) a los efectos de sellar relaciones disciplinadas, donde la opresión psicológica se enmascarada, invisibilizada, o elude. Desde las primeras décadas del siglo XVIII, buena parte de la literatura que exalta el amor romántico hace uso del amor como disciplinador de un modelo de mujer “abnegada”, que se “olvida de sí mism”, y es capaz de dar “todo” por su esposo e hijo: es la construcción de la mujer doméstica, la familia nuclear y el espacio privado. [17] Como se ha señalado muchas veces, “espacio privado” significa “privado de ley para las mujeres”, donde la violencia simbólica y la física se podía hasta no hace mucho ejercer sin límites.[18]


3)      Violencia física / violencia en el cuerpo
Recortar los campos de la violencia simbólica y de la física es difícil cuando no imposible o absurdo porque, si hemos podido seguir con detenimiento el camino recorrido, hemos comprendido que la violencia física es el emergente excesivo de una violencia estructural más profunda, que en parte la invisibiliza, mientras no sobrepase un cierto umbral tenuemente delimitado por la cultura, la clase, la base cultural y religiosa de sus miembros. Sea como fuerte, en los casos de violencia material, la gran mayoría de las víctimas son mujeres mientras que la amplia mayoría de los atacantes son varones jefes, esposos o padres. En todos los casos, este modo de violencia tiene por fin mantener el esquema de autoridad patriarcal, que describíamos más arriba, y supone la agresión material a una o varias mujeres del grupo de trabajo o familiar (empleada subalterna, esposa, hijas, en menor medida hijos pequeños o ancianos) y, menos frecuentemente, de mujeres ajenas al circulo inmediato del agresor.
            En ese sentido, se considera violencia sexual “…todo acto de índole sexual ejercido por una persona –generalmente un varón- en contra del deseo y de la voluntad de otra persona –generalmente una mujer o una niña- que se manifiesta como amenaza, intrusión, intimidación y/o ataque, y que puede ser expresada en forma física, verbal o emocional).” (Velázquez, 2003:70)
            Constituye una práctica de dominación que se ejerce en términos de ataque y/o daño material que, si está tipificado por la Ley, constituye delito. Acorde con lo anterior, se denomina “geografía del miedo” a las limitaciones que se imponen las mujeres de circular por el espacio público, los horarios, la vestimenta, etc. como efectos de autocensura física y psicológica, viéndose obligada a auto-limitarse en el ejercicio de sus libertades. (Velázquez, 2003: 74)

  1. Algunas precisiones
No debemos, sin embargo, considerar que toda forma de violencia del deseo es de por sí negativa. Como señala Piera Aulagnier, el discurso materno en tanto se anticipa a todo posible entendimiento del niño habla por él y le instituye significado a sus llantos.[19] De ese modo le permite el acceso al orden de lo humano, invistiendo su cuerpo de sentido: es la “puesta en historia de su vida somática”. Gracias a ello el niño se convierte en sujeto y transforma en significativas las sensaciones somáticas. En ese momento, lo que el infans necesita es lo que la madre desea que él necesite, es su portavoz primario y la organizadora de su psique, en tanto que portadora de las significaciones del mundo exterior. Al mismo tiempo que disciplina el deseo del niño, la madre ejerce una suerte de violencia necesaria y subjetivadota. Si más allá de esta primera fase, la madre continúa postulándose como la única capaz de darle amor, ejercerá sobre él una violencia secundaria. La violencia secundaria es la imposibilidad de la madre de abandonar el saber que ella posee sobre su hijo, y no poder aceptar los propios pensamientos del niño.
            De esta simplificación más que esquemática de aspectos psicoanalíticos, en los que no puedo entrar, me interesa sólo subrayar que un modo de ejercer violencia es no aceptar los propios pensamientos del otro. La descalificación constante, la imposición de opinión o el silenciamiento, la interrupción, la banalización, la falta de reconocimiento de las actividades, intereses y necesidades del otro/a etc., son modos de ejercicio de la violencia secundaria. Es decir que antes de que la violencia física se convierta en agresión violenta contra el cuerpo de la mujer o de la niña, muy probablemente haya habido episodios de violencia secundaria que no fueron reconocidos como tales, muy probablemente porque constituyen la norma en muchas relaciones domésticas que se desarrollan.

  1. Sobre víctimas y victimarios
A primera vista sorprende que la mayoría de los abusos, violaciones o malos tratos sean cometidos por los varones más próximos (incluyendo jefes, padres, esposos, tíos, abuelos, hermanastros, etc.) al círculo íntimo de la víctima.[20] Sin embargo, tiene su explicación: Se debe tener en cuenta ante todo el modelo jerárquico y autoritario de la familia patriarcal naturalizada, la inestabilidad del lugar de autoridad, que ciertas personalidad inestables viven como constantemente amenazado por las libertades de los demás, y la existencia potencial de inducidores materiales o simbólicos de la violencia.
            Históricamente, tanto el discurso judicial como el médico en torno de la violencia ejercida contra las mujeres, por ejemplo en el ámbito doméstico, permite reconocer niveles importantes de invisibilización (negación del delito, no reconocimiento de su calidad de tal, no tipificación o tipificación tardía, etc.) y de encubrimiento (justificación o minimización de la agresión).[21] En nuestro país, como es sabido, si bien la Ley de Matrimonio Civil se promulgó en 1889, adoptó como propias las disposiciones canónicas y en virtud de ellas mantuvo la supremacía de la figura paterna, la subordinación de las mujeres al esposo y la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Es decir, hasta tiempos muy recientes, aceptó una concepción naturalizada de familia y, consecuentemente, de los sexos y de la autoridad en consonancia con los análisis hegelianos sobre la familia como momento del Espíritu Natural.[22] Le cabe, por tanto, la definición de Levi-Strauss de “…unión más o menos duradera y socialmente aprobada de un varón, una mujer y sus hijos”. En ese sentido, se entiende a la familia patriarcal como un fenómeno natural universal, presente en todos los tipos de sociedades, ignorando o considerando como desviaciones “primitivas” ciertos modos alternativos de constitución de las relaciones humanas primarias.[23]
            En consecuencia, en su papel de reproductora de cuerpos y de roles, esta familia tradicional educó mayoritariamente a sus hijas en términos identitarios primarios de esposa-madre y, solo mucho más tarde, comenzó a fortalecer (o lo está haciendo) las identidades secundarias, vinculadas a la noción de “persona de derechos” y de “ciudadana”. Precisamente, para muchas mujeres, exigir derechos y garantías personales en el seno de sus propias familias sigue siendo un reclamo problemático que viven con temor no sólo a la pérdida de la propia identidad sino a desafiar su concepto internalizado de autoridad patriarcal.[24] Por tanto, en el sentido que estamos revisando, sólo muy recientemente se ha echado luz sobre la violencia física, el abuso, la violación, el maltrato en el seno de las familias rompiendo los tácitos “pactos de silencio” y desafiando –desde distintos ángulos- el lugar de ejercicio arbitrario de la autoridad, y el terror que ello produce. [25] La violencia sexual en lugares de trabajo, los rituales atávicos de violación en determinadas culturas, la mutilación genital, o el uso de las violaciones sistemáticas (con su secuela de embarazos y el riesgo real de contraer HIV) como estrategia concertada (arma de guerra) a fin de deshonrar a los varones considerados enemigos atacando su propiedad más preciada –sus esposas, hijas y hermanas- son otras tantas formas de violencia sexual, que han sido reconocidas como tales sólo muy recientemente y cuyos alcances aún hoy se minimizan gracias a mecanismos de justificación, legitimación o invisibilización que continúan operando. Sin embargo, ha habido importantes avances gracias a las contribuciones teóricas de mujeres y de varones, las campañas de concienciación y el mayor índice de escolaridad de las mujeres.

4)      Conclusiones
En la IIIa Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Mujer que se celebró en Nairobi en 1985 se denunció por primera vez el carácter sistemático de la violencia contra las mujeres. En 1993, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración para la eliminación de la violencia contra la Mujer. Como señala Raquel Osborne, sólo a partir de entonces se empezó a reconocer que los Estados también son responsables de las violaciones a los DDHH de las mujeres, sea “puertas afuera” o “puertas adentro” y les compete legislar al respecto (Osborne, 2001: 9). Hasta ese momento, abusos, violaciones, malos tratos, mutilaciones, acoso sexual en los lugares de trabajo, discriminaciones de todo tipo, etc., se invisibilizaban bajo un paradigma que los ignoraba como delitos y que hasta carecía de los términos para nombrarlos. En 1996, se asimiló la violencia doméstica (física y psicológica) a una forma de tortura que debe ser legalmente penalizada y, finalmente en 1998, se creó el Tribunal Penal Internacional contra delitos de genocidio, agresión, violación de las convenciones de guerra y crímenes contra la humanidad que incluyó el delito de violación utilizada como arma de guerra, y los embarazos forzosos (si bien no todos los conflictos armados quedaron bajo esta jurisdicción).
            Estos hitos marcan un avance sostenido en el reconocimiento y punición de la violencia contra las mujeres como modelo de control y limitación de sus libertades. Podemos, en ese sentido, alentar un moderado optimismo y esperar que la educación en el reconocimiento, la democracia, la igualdad entre los sexos, el respeto mutuo y la paz erradicarán los prejuicios y las actitudes que conducen a la violencia.




Fuente: Femenías, María Luisa. Los ríos subterráneos. VOLUMEN I. Violencias cotidianas (en las vidas de las mujeres) Ed. Prohistoria. 2013.




[1] Conferencia dictada en el marco del Seminario Internacional de Posgrado “Derechos Humanos: sistemas de Protección”, Ministerio Público Fiscal de la Nación-Universidad Nacional del Sur, 12 de septiembre de 2003, organizado por el Dr. Hugo Cañón.
[2] Maqueira y Sánchez, 1990: Introducción.
[3] Utilizo la noción psicoanalítica de “forclusión” como “olvido del olvido”, como lo hace Luce Irigaray.
[4] Santa Cruz, M. I. et alii, 1994: I, pp. 59-66.
[5] Amossy y Herschberg-Pierrot, 2001, ‘-9.
[6] No podemos extendernos sobre este punto. A modo de ejemplo, Lerner, 1986; Goldeberg, 1994; Paterman, 1995.
[7] Sant Cruz et alii, 1194: I, p. 51
[8] Tomo en cuenta los modos más recientes de conceptualización del género que distancia el término del binarismos masculino/femenino. Cf. Butler, J. Gender Trouble, New York-London, Routledge, 1989.
[9] La palabra “violencia” deriva del latín “vis”, “vir” que significa “fuerza” o “poder” como “viril”. En castellano aparece en el siglo XIII, vinculada a la imposición por la fuerza física del varón.
[10] Recordemos que Platón en Fedón afirma que el cuerpo es la cárcel/tumba del alma, Fedón, 63e-67e.
[11] Suardiaz, 2002: 152; Simone de Beauvoir, 1949: I, Introducción; Femenías M. L. “Las tramas de la hetereodesignación” en este volumen.
[12] Black, “Metaphor” en Black, 1998; Merchant, 1983.
[13] Se trata de Teeteto 148 e-151 d.
[14] Cf. Fedón, 66 ass. (el cuerpo es impuro, corruptible); Crat. 400 b-c (el cuerpo es la cárcel del alma).
[15] Sólo por dar un ejemplo, véanse los trabajos de Amrtya Sen en los que denuncia este hcho.
[16] Laqueur, 1994; Puleo, 1992.
[17] Armstrong, 1986.
[18] Jelín, 1996: 193-212.
[19] Abadi y otros, 1997: Cap. 2.
[20] Velázquez, 2003: cap. 5. Recuérdese que Freud desarrolló su teoría de la seducción infantil” incrédulo a pesar de la palmaria evidencia de que los miembros varones de la familia suelen abusar de las niñas.
[21] Femenías, M. L. & Lobato, M. Z. “Violencia y discurso jurídico en la Argentina de fines del siglo XIX”, en este volumen.
[22] Hegel, W. Enciclopedia §§ 483; 552; Fenomenología del Derecho, Parte Tercera, §§ 142-181.
[23] C. Levi-Strauss, citado por Roudinesco, 2003; Hëritiêr, 1996.
[24] Cornell, 2001: 153; Roudinesco, 2003:10.
[25] Maladesky y Polo, 1999;Osborne, 2001.

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