Los objetos como tales, son inanimados. Son inertes. Son objetos y nada más. Pero a veces, en la ducha, podía sentir a la dichosa “maquinita” de afeitar mirándome, juzgándome. Tras ella, venía marchando toda la otra maquinaria: La de la idealización del cuerpo “perfecto”, “ideal”, bellamente barbístico, esbelto, suave y lampiño como un buen pedazo de plástico.
Cada ocasión en la ducha me recordaba a los primeros años de la pubertad, donde la revolución hormonal comenzaba a tomar el terreno de mi cuerpo. La idea de la depilación en esos tiempos ya me sonaba por lo menos sospechosa e innecesaria. Pero el tiempo y la transición hacia la adolescencia cambiaron el panorama. Como “señorita” debía cumplir con ciertos requisitos que llovían desde la TV, las revistas y el duro proceso de adolecer aquel anhelo de aceptación de los pares y el dilema del despertar de la sexualidad. La opción de no encajar no contaba como tal y la meta de la belleza juvenil ideal, inalcanzable.
En ese ámbito empieza a desarrollarse el gérmen de lo estéticamente deseable y el desprecio de lo que se sale de estas pautas, creando y haciéndonos creer que existe un tipo de belleza “correcta” y apetecible; y al que se debe llegar de una u otra manera. ¿Es redundante el aclarar que dichos estándares responden a un “gusto” formador social, cultural y fundamentalmente masculino o de una visión del macho? Por si acaso dejo abierta esta pregunta.
Como la mayoría de las chicas/mujeres, hube de someterme al hábito depilatorio, como uno de los requisitos de la inmensa lista que portan aquellos valores estéticos. Mis dudas con respecto a estas prácticas eran reales, tanto como las miradas y las críticas implacables que estarían al pie del cañón si decidía rechazarlas. En retrospectiva, lamento que el peso social haya sido mayor.
Innumerables sesiones de quemaduras con cera, pellizcos con pinzas o depiladoras eléctricas debieron pasar. Depilarse resulta una costumbre terrible para mi, además de doloroso, inútil y nada productivo. Muchos años de dolor físico y emocional por correr la zanahoria de las piernas y axilas bellas y sedosas, y que nunca sería alcanzada por mi, tuvieron que pasar. Durante esos años y después, fueron resonando cada vez con más fuerza preguntas como: ¿Cuál es el propósito de emprender una tarea tan imposible como fingir que algo natural como el vello, no existe? ¿Es un deseo propio el de tener un cuerpo plastificado? ¿A quién respondo cuando acepto los modelos que se me demandan? ¿Realmente quiero hacer esto?
Esta última pregunta es fundamental. Más allá de lo que se espera en la sociedad de las mujeres, en cuanto a lo estético, considero mucho más urgente el plantearse esto.
¿Es de mi deseo consumir MI energía, MI tiempo y MI dinero en mantener un patrón de belleza basado en los deseos de otros? Yo no puedo responder positivamente a esto, pero quien pueda hacerlo de corazón no merece ningún reproche.
Mientras seamos conscientes de nuestros cuerpos, de las prácticas que aplicamos sobre ellos y de las consecuencias de esas prácticas (físicas, emocionales, de autoestima, sociales) no hay lugar para el error. No hay correcto o incorrecto en este tema: debe ser una cuestión de elección, pero de una elección honesta. Es central sincerarnos con nosotras mismas para obtener una coherencia en el accionar.
Aquellas mujeres que eligen la depilación por gusto personal tienen todo mi respeto. Cada quién puede y debe decidir sobre su cuerpo y su vida, pero esto sólo se logra plenamente luego de haber reflexionado y considerado las demás opciones.
Yo elegí prescindir de la depilación. La decisión no fue difícil y hasta lo sentí como un proceso lógico en mi vida. Pero por supuesto que todo acto tiene sus consecuencias y éstas deben tenerse presentes, también a la hora de elegir.
Las relaciones sociales rebalsan de prejuicios respecto a este tema y no son fáciles de evadir, en una época dónde e aspecto físico está tan sobrevalorado. El ámbito laboral, el académico y todo evento social son tenidos en cuenta a la hora de decidir y elegir salir a la vida con el cuerpo sin procesar, esquivando la ruta de los “salones de belleza”.
Unos meses después de recuperar el tiempo que la máquina me había afeitado, vinieron los días de calor. Uno de esos días coincidió con mi clase de teatro. Esperando a que comience la clase, dos de mis compañeras me dieron una hermosa sorpresa: Polleras y pantalones cortos mostrando vivaces piernas peludas y remeras sin mangas descubriendo axilas a las que no les interesa ser lisas y sedosas.
Por supuesto que la decisión personal es fundamental y por ello es que vuelvo tanto sobre la cuestión; pero ver la libertad tan naturalmente en otras mujeres, ayuda a combatir las miradas prejuiciosas y las críticas banales. Pensando en esa rivalidad entre mujeres que fue implantada en el ideario social, un punto de luz fue para mi aquella situación. No fue necesaria ninguna acotación. Los cuerpos libres hablan por sí solos.
Esta misma situación abre el abanico a todo lo que la elección sobre el cuerpo de cada una puede significar. Invito a partir desde este punto y trazar todos los despliegues posibles que atañan al poder de decidir. Mi cuerpo es mío y sólo yo debo y puedo decidir sobre él. Por más que suene trillado, una pasada por los espacios publicitarios televisivos y el efecto boomerang que producen en la sociedad, me hace pensar que nunca está de más mencionarlo.
Aliento entonces a poner todas las cartas sobre la mesa de las posibilidades. Elegirnos y aceptarnos es parte del camino hacia el amor al propio cuerpo y el entendimiento de lo que la belleza puede (o no) significar.