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La luna y los ritmos lunares han llamado la atención de un médico y biólogo italiano, V.. Capparelli, que ha publicado dos grandes tomos, L’ordine dei tempi e delle forme in natura sobre los ciclos hebdomadarios en el mundo orgánico y en la patología humana. Capparelli ha recogido un número considerable de hechos extraídos del campo de la botánica, zoología, embriología y patología, que apuntan hacia un ritmo lunar hebdomadario que controla la vida orgánica. El crecimiento de los tejidos vegetales y animales, los ciclos fisiológicos de la vida del hombre, el aspecto cíclico de los procesos mórbidos (la “crisis hipocrática”, la importancia de ciertos días en el desarrollo de las enfermedades: tres días y medio después de la infección, siete días, catorce días, etc.), todos estos fenómenos están controlados por un ritmo cósmico, por una periodicidad lunar. El insignificante e inerte astro tendría, pues, una influencia inimaginable sobre toda la vida orgánica de la tierra. Aunque no se tratase más que de la unidad que los ritmos lunares confieren a un considerable número de fenómenos, de niveles y de zonas distintas, su importancia sería evidente. Pero estudios recientes de etnografía y de morfología cultural, entre los que destacan en primer lugar los estudios de Carl Hentze, han subrayado otro tipo de influencia lunar: su papel fundamental en las primeras síntesis mentales humanas.
Sabemos que incluso ahora los primitivos continúan midiendo el tiempo con la luna. En las lenguas indogermánicas, la palabra que designa la “luna” es la más antigua de todas las palabras del vocabulario astral. La raíz me, que en sánscrito se ha transformado en mami, “yo mido”, demuestra una vez más que la luna servía para medir el orden del tiempo. Los antiguos alemanes, según el testimonio de Tácito, dividían las estaciones en función de ciertas noches. Los ejemplos se pueden multiplicar indefinidamente. Pero la influencia de la luna sobre la conciencia humana tiene que ser buscada en otra parte. Sobre todo en el hecho de que el fenómeno lunar ha servido de unidad de medida, o más exactamente, de puente entre varios niveles de realidad.
Es fácil comprender por qué el hombre primitivo, le moins civilisé, otrogaba más importancia a la luna (por lo menos, en un cierto estadio sobre la cultura) que al sol. El sol es un astro con el que el hombre no tiene ninguna correspondencia: es eternamente igual a sí mismo, sin ningún “devenir”. La luna, en cambio, es un astro que crece, decrece y desaparece: un astro cuya vida se somete a las mismas leyes del devenir, del nacimiento y la muerte. La “vida” de la luna le es más cercana al hombre que la gloria majestuosa del sol. Y con la aparición de la agricultura, al principio del Neolítico, el hombre empieza a conectar los ritmos lunares con la fertilidad de la tierra. La luna trae las lluvias, es la fuente de la fertilidad universal. Ahora se articulan los primeros símbolos cósmicos, las verdaderas síntesis mentales que unen entre sí varios niveles: la Luna, la Mujer, la Tierra, la fertilidad. El hombre empieza a tener una “concepción” unitaria del cosmos: su intuición abarca el Todo, pero no un Todo abstracto, adquirido dialécticamente, sino un Todo vivo, dramático, rítmico. Sobre esta intuición central se fundamenta la magia, que había aparecido en el Paleolítico. Porque si existe un nacimiento y una muerte, si existe fertilidad (luna, lluvia, mujer) y “desaparición” (noches sin luna, sequía, esterilidad), también tienen que existir objetos y áreas “bendecidas” o “maldecidas”. El dualismo: bien y mal, luz y oscuridad, que los iraníes elevarán a la categoría de comprensión mística y metafísica, tiene sus raíces en antiquísimas creencias lunares. La luz y la oscuridad, el Mundo de arriba y el Mundo de abajo, la idea de vida y muerte, se expresan, en todas las civilizaciones prehistóricas circunpacíficas, a través de símbolos lunares.
Tales simbolismos, de expresión tanto iconográfica como mítica, constituyen hoy en día los más preciosos documentos para la investigación de las migraciones de los pueblos paleoasiáticos de América. Apoyándose sobre la frecuencia de algunos tipos iconográficos y de las concepciones religiosas correspondientes, Hentze pudo demostrar la existencia de relaciones entre las culturas de América precolombina (cultura San Agustín, Chavín, etc.) y la cultura de la China arcaica. Ciertamente, la lengua simbólica y pictográfica se presta con mayor facilidad a un estudio comparativo. Siguiendo la frecuencia iconográfica de la “divinidad lunar que llora” (concepción mítica y religiosa expresada a través de líneas verticales, que surcan el rostro del ídolo), Hentze logra establecer de forma irrefutable las relaciones concretas, históricas, entre todas las culturas circunpacíficas. “Al hablar de los cultos lunares primitivos de Asia y de su herencia transmitida a estratos culturales distantes en el tiempo, podríamos comprender también la aparición, por medio de inmigraciones de paleoasiáticos, en la América precolombina de fenómenos muy parecidos a los que podemos observar en Asia, así como la repartición circumpacífica de ciertos mitos lunares. El método de trabajo de Hentze ha conducido a resultados casi definitivos en un problema tan espinoso como el de las relaciones entre Asia y América.
La similitud entre la fertilidad de la tierra y la fertilidad de la mujer, descubierta por las culturas agrícolas neolíticas, también se expresa a través de ritmos y números lunares. La luna crece durante nueve noches, permanece durante nueve noches como luna llena y decrece durante otras nueve noches, quedando invisible otras tres; nueve meses dura la fase prenatal. La luna es el primer muerto (el americanista E. Seler escribió hace tiempo: “Der Mond ist der erste Gestorbene”), y en este sentido fue asimilada al primer hombre mortal. La idea de la desaparición de la luna (de la luz) es representada iconográficamente como una serpiente tragándose un conejo (animal lunar). Quizá no sea inoportuno recordar, siguiendo a Strygowski, que Hentze ha demostrado que las interpretaciones de ciertas “escenas artísticas” chinas estaban totalmente equivocadas: lo que, a primera vista, parece una creación de la “imaginación del pintor”, no es más que un antiquísimo motivo iconográfico, en armonía con unas ideas culturales muy consolidadas (la lucha entre la oscuridad y la luz, el bien y el mal).
Si las primeras intuiciones cósmicas de la Mujer, la fertilidad y el agua se relacionan con la luna, lo mismo sucede con la muerte. La luna muere, permanece durante tres días en la oscuridad y después resucita. Los granos también se entierran, quedan algún tiempo debajo de la tierra (noche, oscuridad, matriz) y sólo después surge una nueva planta. El hombre muere, es enterrado, algunas veces su alma se va a la luna, pero también él resucita, así como han “resucitado” la luna y la vegetación. En ciertos rituales de iniciación primitiva estudiados por Peter Schmidt, el neófito tiene que salir de la tumba, imitando la reaparición de la luna después de haber estado escondida durante tres días. El simbolismo funerario es, en este sentido, muy preciso. Una estudiosa sueva, Hanna Rydh, demostró en 1929 que los vasos funerarios se caracterizan por una decoración específica, a veces muy distinta de la ornamentación de los vasos de uso profano. En el arte funerario, el símbolo juega un papel primordial. Hecho bastante comprensible, pues todo lo que tiene que ver con la vida del más allá y la muerte, tiene que poseer una significación, una eficacia mágica. El hombre muerto es asimilado como el “ancestro”, que muchas veces es un animal lunar, y tiene que volver a la gran unidad de la que se había desprendido. Ciertos símbolos, como por ejemplo, la espiral, tienen vastísimas significaciones, pero su origen está siempre en algún parecido con la luna. La espiral, que se remonta hasta el Paleolítico, encuentra la justificación de su valor astral-simbólico en la analogía del caracol y la luna (como el caracol, la luna aparece y desaparece, sale o retrocede) o del caracol y la vulva (elemento lunar).
El signo de la luna es múltiple: el pez, la rueda dividida en cuatro, una línea quebrada (el agua que corre), la esvástica (la más antigua esvástica es la de Susa, en Mesopotamia, milenios IV-III a.C), etc. El signo del “peine”, tan frecuente en todas las cerámicas funerarias, representa las nubes; en consecuencia, también es un símbolo lunar. Otras representaciones iconográficas lunares como los cuernos, las volutas o las espirales han tenido un posible origen común en los cuernos del ganado mayor, también animales lunares (conocemos las relaciones entre las culturas agrícolas y la Gran Diosa, los ritos orgiásticos, donde los bovinos cumplen un importante papel, como el chivo en Tracia).
La riqueza del simbolismo lunar supera con creces cualquier imaginación. El papel desempeñado por las primeras intuiciones de la unidad cósmica en el desarrollo ulterior de la mente humana es considerable. Bajo el signo de la luna se han llevado a cabo síntesis mentales de una grandiosa amplitud y, a su lado, los intentos de los presocráticos por “unificar el mundo” parecen humildes ensayos. El nacimiento, la fecundidad, la muerte: la luna, el agua, la mujer; el crecimiento de la luna, el crecimiento de la vegetación, el crecimiento del hombre; la muerte como palingenesia, la muerte como un momento dentro del ritmo cósmico, la muerte como descanso (la vuelta a la oscuridad, a la tierra, a lo prenatal); la oscuridad, la infelicidad, la sequía, el “mal”; la luz, la lluvia (la luz difusa del rayo que trae la lluvia es parecida a la luz lunar), la abundancia vegetal, el “bien”; el mundo de abajo y el mundo de arriba, la resurrección, etc.: he aquí algunos ejemplos de la serie de síntesis mentales creada alrededor de la luna. Sin embargo, tenemos que insistir sobre su carácter sintético, unitario. La conciencia que los ha plasmado tenía una intuición verdaderamente unitaria del Cosmos, sin tener que pasar de peldaño en peldaño y de emblema en emblema como hacemos nosotros cuando desciframos estos símbolos primordiales.
Y si se puede hablar de una filosofía de los presocráticos, que intentaba descubrir los elementos de la unidad del Cosmos, también podríamos hablar de una “filosofía” de la luna, del papel que ha desempeñado la luna en la creación de las primeras síntesis mentales, en la expresión simbólica de la unidad cósmica. Detrás de estos símbolos desciframos un enorme esfuerzo de conocimiento. ¿Acaso no es conocimiento este esfuerzo por encontrar lo elementos de unidad de la vida y del Cosmos?¿No se vislumbra aquí la voluntad de plasmar el mundo, de unificarlo de forma mágica, viva, humana? ¿Acaso los orígenes del idealismo mágico no se hallan en este intento de reconstruir el mundo para comprenderlo y dominarlo?
(1936)
Eliade, Mircea. Una nueva filosofía de la luna. Trotta.
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