domingo, 23 de febrero de 2014

"La Mujer Libre" de Emma Goldman


En este texto la gran autora, oradora,pensadora y activista por el feminismo y el anarquismo; Emma Goldman, reflexiona sobre lo que ella consideraba (por el año 1906, fecha de la que data este ensayo) como la gran tragedia de la mujer moderna.

Partamos, para empezar, de la siguiente premisa: con independencia de todas las teorías políticas y económicas que tratan sobre las diferencias fundamentales entre los distintos grupos de la especie humana, con independencia de las distinciones de clase y raza y de todas las diferencias artificiales entre los derechos del hombre y de la mujer, hay un punto en que esas diferencias pueden suprimirse y dar lugar a una unidad perfecta. 
Con ello no quiero proponer una tregua. El antagonismo social generalizado que se ha apoderado en la actualidad de todos los aspectos de nuestra vida pública, suscitado por la fuerza de intereses opuestos y contradictorios, saltará hecho pedazos cuando se haga realidad la reorganización de nuestra vida social, basada en los principios de la justicia económica.

La paz y la armonía entre los sexos y los individuos no dependen necesariamente de la igualdad superficial de los seres humanos, ni exige la eliminación de los rasgos y peculiaridades personales. El problema con el que nos enfrentamos hoy, y que sin duda se resolverá en un futuro próximo, es el de cómo ser uno mismo y estar a la vez unido a los demás, cómo sentirse profundamente ligado a todos los seres humanos y seguir manteniendo, sin embargo, las características propias. Y éste me parece el terreno común en el que la masa y el individuo, el demócrata auténtico y el ser original auténtico, el hombre y la mujer, pueden encontrarse sin antagonismo y sin oposición. La divisa no debe ser: perdonemos los unos a los otros, sino más bien entendámonos mutuamente. La frase de Madame de Staël tan frecuentemente citada - «Entender todo significa perdonar todo»- nunca me ha merecido especial aprecio; tiene un cierto tufo confesional; perdonar a otro ser humano da la idea de una superioridad fariseo; basta con entenderlo. La premisa que hemos sentado al comienzo constituye en cierta medida un aspecto fundamental de mis opiniones sobre la emancipación de la mujer y sus efectos sobre el sexo femenino.
La emancipación debería permitir a la mujer convertirse en un ser humano en el sentido más propio del término. Todo lo que dentro de ella pugna por afirmarse y actuar debería alcanzar su más plena expresión; habría que romper todas las barreras artificiales y eliminar todos los vestigios de siglos de sumisión y de esclavitud que obstaculizan el camino hacia una mayor libertad.
Ese era el objetivo original del movimiento en pro de la emancipación de la mujer, pero los resultados alcanzados hasta el momento la han aislado y despojado del manantial de esa felicidad que es tan esencial para ella. La emancipación exclusivamente exterior ha hecho de la mujer moderna un ser artificial, que recuerda uno de los productos de la arboricultura francesa, con sus árboles y arbustos en forma de arabesco, sus pirámides, círculos y guirnaldas; todo excepto las formas que serían la expresión de sus propias cualidades interiores. Esas plantas cultivadas artificialmente del sexo femenino son muy abundantes, especialmente en la llamada esfera intelectual de nuestra vida.
¡Libertad e igualdad para la mujer! Cuántas esperanzas y aspiraciones despertaron esas palabras cuando las pronunciaron por primera vez algunas de las almas más nobles y valientes de entonces. El sol se iba a elevar en toda su luz y esplendor sobre un mundo nuevo, en el que la mujer podría elegir libremente su propio destino, objetivo digno sin duda del mayor entusiasmo, valor, perseverancia y esfuerzo incesante por parte del gran número de pioneros - hombres y mujeres- que se jugaron todo frente a un mundo lleno de prejuicios e ignorancia.
También mis esperanzas se encaminan hacia ese objetivo, pero sostengo que la emancipación de la mujer, tal como se interpreta y se practica hoy, no ha logrado alcanzarlo. En la actualidad la mujer se enfrenta con la necesidad de emanciparse de la emancipación si en realidad quiere ser libre. Esta afirmación que puede parecer paradójica es, sin embargo, una gran verdad.
¿Qué es lo que ha conseguido la mujer con la emancipación? Igualdad de sufragio en unos cuantos Estados. ¿Se ha purificado con ello nuestra vida política, como predicaban muchos abogados bien intencionados? No, por cierto. Ha llegado la hora, por otra parte, de que las personas sencillas y de buen juicio dejen de hablar de la corrupción de la política con tonillo de maestros de escuela. La corrupción de la política no tiene nada que ver con la moral o con la relajación de las costumbres de algunas personalidades políticas. La causa es totalmente material. La política es el reflejo del mundo de los negocios y de la industria, cuyos lemas son «Tomar es mejor que dar»; «compra barato y vende caro»; «una mano sucia lava la otra». No existe ninguna esperanza de que la mujer, con su derecho al voto, llegue nunca a purificar la política.
La emancipación ha traído a la mujer la igualdad económica con el hombre, es decir, la posibilidad de elegir una profesión u oficio; pero, como la formación física que ha recibido en el pasado y en la actualidad no le ha dado la fuerza suficiente para competir con el hombre, se ve a menudo obligada a agotar su energía, a gastar su vitalidad y a destrozar su sistema nervioso para poder alcanzar el valor del mercado. Hay muy pocas que triunfan, ya que ni las profesoras, doctoras, abogados, arquitectos e ingenieros gozan de la misma confianza que sus colegas masculinos, ni reciben salarios iguales. Y las que alcanzan la ansiada igualdad, la consiguen por lo general a costa de su bienestar físico y psíquico. En cuanto a la gran masa de muchachas y de mujeres trabajadoras, ¿qué clase de independencia consiguen si sustituyen la estrechez y falta de libertad del hogar por la estrechez y falta de libertad de la fábrica, tienda, almacén u oficina? Muchas mujeres tienen que ocuparse además de un «hogar, dulce hogar» (frío, desordenado, triste, nada acogedor) después de un día de duro trabajo. ¡Maravillosa independencia! No es de extrañar que cientos de muchachas estén dispuestas a aceptar la primera oferta de matrimonio, hartas y cansadas de su «independencia» detrás del mostrado, o sentadas ante la máquina de escribir o de coser. Están dispuestas a casarse como las muchachas de la clase media, que ansían librarse del yugo de la autoridad paterna. Una pretendida independencia que sólo permite ganar la pura subsistencia no es tan atractiva ni ideal como para que pueda esperarse de la mujer que sacrifique todo por ella. Nuestra independencia tan encomiada no es, después de todo, más que un lento proceso de insensibilización y asfixia de la naturaleza femenina, del instinto amoroso y maternal.
Y a pesar de todo, la situación de la muchacha obrera es mucho más natural y humana que la de su hermana de las clases cultas y profesionales (maestras, físicas, abogados, ingenieros, etc.) -a primera vista más afortunadas- que tienen que aparentar una actitud digna y decorosa mientras que su vida interior está vacía y muerta. 
La estrechez de la concepción actual de la independencia y emancipación de la mujer, el miedo de amar a un hombre que no sea su igual socialmente; el miedo a que el amor le arrebate su libertad y su independencia; el horror a que el amor o la alegría de la maternidad sirvan solamente para entorpecer el pleno ejercicio de sus profesión, todo ello hace de la mujer emancipada actual una virgen reprimida ante la cual fluye la vida, con sus grandes penas esclarecedoras y sus profundas y fascinantes alegrías, sin tocar ni conmover su alma.
(1)
La emancipación, tal como la entienden la mayoría de sus partidarios y defensores, no es lo suficientemente amplia para dar cabida al amor y al éxtasis ilimitados, contenidos en la emoción profunda de la mujer, amante o madre verdaderamente libre. 
La tragedia de la mujer económicamente independiente no estriba en que tenga demasiadas experiencias, sino en que tiene muy pocas. Es cierto que aventaja a sus hermanas de las anteriores generaciones en conocimiento del mundo y de la naturaleza humana, pero precisamente por eso siente profundamente la falta de esencia vital, la única que puede enriquecer el alma humana y sin la cual la mayoría de las mujeres se han convertido en simples autómatas profesionales.
Los que previeron el advenimiento de la actual situación son los mismos que se dieron cuenta de que, en el campo de la moral, siguen perviviendo muchos de los viejos residuos de la época de indiscutible superioridad masculina, residuos que todavía se consideran útiles y, lo que es más grave, de los que no pueden prescindir gran parte de las emancipadas. Todo movimiento que pretenda destruir las actuales instituciones y reemplazarlas por otras más avanzadas y perfectas tienen seguidores que, en teoría, son partidarios de las ideas más radicales, pero que, no obstante, en su práctica diaria sin filisteos que fingen respetabilidad y que necesitan que sus adversarios tengan buena opinión de ellos. Hay, por ejemplo, socialistas y anarquistas que defienden la idea de que la propiedad es un robo y que, sin embargo, se indignarían si alguien les debiera dos reales.
Ese mismo filisteísmo existe en el movimiento en pro de la emancipación de la mujer. Los periodistas de la prensa amarilla y los literatos de vía estrecha han hecho semblanzas de la mujer emancipada que ponen los pelos de punta al buen ciudadano y a sus aburridas compañeras. Se ha descrito a toda mujer que pertenezca al movimiento pro-derechos civiles de la mujer como una George Sand, que siente un absoluto desprecio por la moralidad. Nada es sagrado para ella. No tiene ningún respeto por la relación ideal entre hombre y mujer. En resumen, la emancipación pretende solamente una vida sin escrúpulos de lujuria y pecado, al margen de la sociedad, la religión y la moralidad. Los partidarios de los derechos civiles de la mujer se indignaron ante esa falsa interpretación y, con una gran falta de sentido del humor, usaron toda su energía para demostrar que no eran en absoluto tan malas como se pretendía, sino todo lo contrario. Por supuesto, mientras la mujer fue la esclava del hombre, no podía ser buena y pura, pero ahora que era libre e independiente demostraría lo buena que podía ser y el efecto purificador que tendría su influencia en todas las instituciones de la sociedad. Es cierto que el movimiento pro-derechos civiles de la mujer ha roto muchas cadenas, pero ha forjado otras nuevas. El gran movimiento de la verdadera emancipación no ha encontrado una gran raza de mujeres capaces de mirar la libertad cara a cara. Su visión estrecha y puritana hizo que prescindieran del hombre en su vida emocional, como de un personaje sospechoso y perturbador. A ningún precio podía tolerarse al hombre, salvo quizá como padre de un hijo, ya que no era posible tener un hijo sin padre. Por fortuna, las más rígidas puritanas nunca serán lo bastante fuertes para acabar con el instinto innato de la maternidad. Pero la libertad de la mujer está íntimamente ligada a la libertad del hombre, y muchas de mis hermanas, pretendidamente emancipadas, parecen olvidar el hecho de que un niño nacido en libertad necesita el amor y los cuidados de toda persona que le rodee, sea hombre o mujer. Por desgracia, a esa concepción estrecha de las relaciones humanas se debe la tragedia de las vidas de los hombres y las mujeres modernos. 
Hace unos quince años apareció una obra de la brillante escritora noruega Laura Marholm, titulada Woman, a Character Study («La mujer, de estudio de un carácter»). Ella fue la primera en llamar la atención del vacío y la pobreza de la actual concepción de la emancipación femenina y de sus trágicos efectos sobre la vida interior de la mujer. En su libro, Laura Marholm habla del destino de varias mujeres de dotes extraordinarias y de fama internacional: la genial Eleonora Duse; la gran matemática y escritora Sonya Kovalevsky; el temperamento lírico y artístico de María Bashkirtseff, que murió tan joven. En las vidas de esas mujeres de extraordinaria inteligencia podemos encontrar profundas huellas del anhelo insatisfecho de una vida plena, colmada y hermosa, y la insatisfacción y soledad que les producía el carácter de ella. En esos bocetos psicológicos magistralmente trazados no podemos por menos de darnos cuenta de que cuanto mayor es el desarrollo mental de la mujer, menos posibilidades tiene de encontrar el compañero adecuado que busca en ella no solamente el sexo, sino también el ser humano, el amigo, el camarada, en posesión de una individualidad acusada y que no puede ni debe perder la integridad de sus rasgos propios.
El hombre medio, con su autosuficiencia, su ridículo aire de superioridad y su paternalismo hacia el sexo femenino, no puede servir al tipo de mujer descrito en Character Study de Laura Marholm. Tampoco puede servirle el hombre que no ve más que su mentalidad y su genio, y que no logra despertar su naturaleza femenina.
Se considera por lo general que una inteligencia rica y un alma delicada son atributos inherentes a una personalidad compleja y sugestiva. En el caso de la mujer moderna, esos atributos sirven de estorbo para la afirmación completa de su ser. Durante más de cien años, se ha denunciado la vieja fórmula matrimonial, basada en la Biblia, «hasta que la muerte nos separe», como una institución que afirma la soberanía del hombre sobre la mujer, la completa sumisión de ésta a sus caprichos y órdenes, y su absoluta dependencia respecto del hombre y apoyo que le presta el marido. Una y mil veces se ha demostrado de forma concluyente que la vieja relación matrimonial reducía a la mujer a la función de sirvienta del hombre y madre de sus hijos. Y, a pesar de todo, encontramos a muchas mujeres emancipadas que prefieren el matrimonio, con todos sus defectos, a la estrechez de una vida de soltera, limitada e insoportable debido a las cadenas de los prejuicios morales y sociales que ahogan y reprimen su naturaleza.
Esa inconsecuencia de muchas mujeres avanzadas se debe a que nunca entendieron realmente el significado de la emancipación. Creyeron que bastaba con liberarse de las tiranías externas; dejaron campar por sus respetos a los tiranos internos, mucho más perniciosos para la vida y el desarrollo (la ética y las convenciones sociales) y éstos actuaron a sus anchas, y parecen dominar los corazones y las cabezas de las más activas representantes de la emancipación de la mujer, lo mismo que dominaban en los de nuestras abuelas.
Estos tiranos interiores pueden presentarse en forma de miedo a la opinión pública, o a lo que diga la madre, el hermano, el padre, la tía o cualquier otro pariente, o a lo que dirán la señora Grundy, el señor Comstock, el jefe o la asociación de padres y educadores. ¿Y qué van a decir todos esos entremetidos, detectives morales y carceleros del espíritu humano? Hasta que la mujer no haya aprendido a desafiarlos a todos, a mantenerse firme en su puesto y a insistir en su libertad sin restricciones, a escuchar la voz de su naturaleza cuando pida lo más hermosos que puede dar la vida, el amor por un hombre, o su más excelente privilegio, el derecho a tener un hijo, no podrá considerarse emancipada. ¿Cuántas mujeres emancipadas tienen bastante valor para reconocer que la voz del amor está llamando, latiendo para reconocer que en su pecho, pidiendo que se la escuche y que se la satisfaga?
La escritora francesa Jean Reibrach intenta describir en una de sus novelas, New Beauty [«La nueva belleza»], el ideal de mujer hermosa y emancipada. Ese ideal está encarnado en una joven médico que habla con gran conocimiento y propiedad de cómo hay que alimentar a los niños; es buena y regala medicinas a las madres pobres. Charla con un joven amigo suyo sobre las condiciones sanitarias del futuro y sobre la manera de exterminar los bacilos y los gérmenes viviendo en casas de suelos y paredes de piedra, sin ninguna colgadura o alfombra. Por supuesto, viste de manera sencilla y práctica, de negro casi siempre. El joven, que al principio está intimidado por la sabiduría de su emancipada amiga, aprende poco a poco a entenderla y se da cuenta un buen día que la ama. Ambos son jóvenes, y ella es amable y hermosa y, aunque siempre viste con gran sobriedad, su aspecto se dulcifica con un cuello y unos puños de inmaculada blancura. Cabría esperar que él le declarara su amor, pero el muchacho no es de los que se dejan llevar por absurdos romanticismos. La poesía y el entusiasmo amoroso cubren su rostro ruboroso ante la pura belleza de la dama. Mantiene él en silencio la voz de su naturaleza y se comporta correctamente. Ella, a su vez, es siempre precisa, racional y correcta. Me temo que, si hubieran llegado a unirse, el joven habría corrido el riesgo de helarse hasta los huesos. Debo confesar que no veo nada hermoso en esa nueva belleza, tan fría como la piedra de las paredes y de los suelos con los que sueña. Prefiero las canciones de amor de las épocas románticas, a Don Juan y a Madame Venus, la fuga con cuerda y escala en una noche de luna, seguida de la maldición del padre, los lamentos de la madre y los comentarios morales de los vecinos, a la corrección y al rigor matemático. Si el amor no sabe cómo dar y tomar sin restricción, no es amor, sino una transacción que nunca dejará de sopesar los pros y los contras.
El gran defecto de la emancipación en la actualidad estriba en su inflexibilidad artificial y en su respetabilidad estrecha, que produce en el alma de la mujer un vacío que no deja tener beber de la fuente de la vida. En una ocasión señalé que parece existir una relación más profunda entre la madre y ama de casa al viejo estilo, aun cuando esté dedicada al cuidado de los pequeños y a procurar la felicidad de los que ama, y la verdadera mujer nueva, que entre ésta y el término medio de sus hermanas emancipadas. Las discípulas de la emancipación pura y simple pensaron de mí que era una hereje digna de la hoguera. Su ceguera no les dejó ver que mi comparación entre lo nuevo y lo viejo era simplemente para demostrar que un gran número de nuestras abuelas tenían más sangre en las venas, más humor e ingenio y, por supuesto, mucha más naturalidad, buen corazón y sencillez, que la mayoría de nuestras mujeres profesionales emancipadas que llenan los colegios, aulas universitarias y oficinas. Con esto no quiero decir que haya que volver al pasado, ni que condene a la mujer a sus antiguos dominios de la cocina y los hijos.
(2)
La salvación está en el avance hacia un futuro más brillante y más claro. Necesitamos desprendernos sin trabas de las viejas tradiciones y costumbres, y el movimiento en pro de la emancipación de la mujer no ha dada hasta ahora más que el primer paso en esa dirección. Hay que esperar que se consolide y realice nuevos avances. El derecho al voto o la igualdad de derechos civiles son reivindicaciones justas, pero la verdadera emancipación no comienza ni en las urnas ni en los tribunales, sino en el alma de la mujer. La historia nos cuenta que toda clase oprimida obtuvo la verdadera libertad de sus señores por sus propios esfuerzos. Es preciso que la mujer aprenda esa lección, que se dé cuenta de que la libertad llegará donde llegue su capacidad de alcanzarla. Por consiguiente, es mucha más importante que empiece con su regeneración interior, que abandone el lastre de los prejuicios, de las tradiciones y de las costumbres. La exigencia de derechos iguales en todos los aspectos de la vida profesional es muy justa, pero, después de todo, el derecho más importante es el derecho de amar y a ser amada. Por supuesto, si la emancipación parcial ha de convertirse en una emancipación completa y auténtica de la mujer, deberá acabar con la ridícula idea de que ser amada, convertirse en novia y madre, es sinónimo de ser esclava o subordinada. Tendrá que terminar con la ridícula idea del dualismo de los sexos, o de que el hombre y la mujer representan dos mundos antagónicos.
La mezquindad separa y la libertad une. Seamos grandes y desprendidas y no olvidemos los asuntos vitales, agobiadas por las pequeñeces. Una idea verdaderamente justa de la relación entre los sexos no admitirá los conceptos de conquistador y conquistada; lo único importante es darse a sí mismo sin límites para encontrarse más rico, más profundo y mejor. Solamente eso puede llenar el vacío y transformar la tragedia de la mujer emancipada en una alegría sin límites.



Fuentes:
*De Anarchism and other Essays (El anarquismo y otros ensayos), de Emma Goldman. Publicado por Mother Earth 
Publishing Association. Traducción Joaquina Aguilar López. 

(1) Emma Goldman.
(2) Rosa Luxemburgo, Simone de Beavoir y Emma Goldman, respectivamente, en una playa en los años '30.

4 comentarios:

  1. Qué buen texto, que no conocía!
    Si al final no se trata de mujeres ni hombres, se trata de otra cosa :-)
    Gracias!!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Gracias por leer! Te invitamos a que visites nuestra página de fb: https://www.facebook.com/red.lunaroja?fref=ts
      ¡Cariños!

      Eliminar
  2. Que bueno tu blog,gracias por la información.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Gracias a vos por leer! Pronto volveremos a la carga :)
      Cariños y hermosas lunas.

      Eliminar