En este texto la gran autora, oradora,pensadora y activista por el feminismo y el anarquismo; Emma Goldman, reflexiona sobre lo que ella consideraba (por el año 1906, fecha de la que data este ensayo) como la gran tragedia de la mujer moderna.
Partamos,
para empezar, de la siguiente premisa: con independencia de todas las teorías
políticas y económicas que tratan sobre las diferencias fundamentales entre los
distintos grupos de la especie humana, con independencia de las distinciones de
clase y raza y de todas las diferencias artificiales entre los derechos del
hombre y de la mujer, hay un punto en que esas diferencias pueden suprimirse y
dar lugar a una unidad perfecta.
Con ello no quiero proponer una tregua. El
antagonismo social generalizado que se ha apoderado en la actualidad de todos
los aspectos de nuestra vida pública, suscitado por la fuerza de intereses
opuestos y contradictorios, saltará hecho pedazos cuando se haga realidad la
reorganización de nuestra vida social, basada en los principios de la justicia
económica.
La
emancipación debería permitir a la mujer convertirse en un ser humano en el
sentido más propio del término. Todo lo que dentro de ella pugna por afirmarse
y actuar debería alcanzar su más plena expresión; habría que romper todas las
barreras artificiales y eliminar todos los vestigios de siglos de sumisión y de
esclavitud que obstaculizan el camino hacia una mayor libertad.
Ese
era el objetivo original del movimiento en pro de la emancipación de la mujer,
pero los resultados alcanzados hasta el momento la han aislado y despojado del
manantial de esa felicidad que es tan esencial para ella. La emancipación
exclusivamente exterior ha hecho de la mujer moderna un ser artificial, que
recuerda uno de los productos de la arboricultura francesa, con sus árboles y
arbustos en forma de arabesco, sus pirámides, círculos y guirnaldas; todo
excepto las formas que serían la expresión de sus propias cualidades
interiores. Esas plantas cultivadas artificialmente del sexo femenino son muy
abundantes, especialmente en la llamada esfera intelectual de nuestra vida.
¡Libertad
e igualdad para la mujer! Cuántas esperanzas y aspiraciones despertaron esas
palabras cuando las pronunciaron por primera vez algunas de las almas más
nobles y valientes de entonces. El sol se iba a elevar en toda su luz y
esplendor sobre un mundo nuevo, en el que la mujer podría elegir libremente su
propio destino, objetivo digno sin duda del mayor entusiasmo, valor,
perseverancia y esfuerzo incesante por parte del gran número de pioneros - hombres
y mujeres- que se jugaron todo frente a un mundo lleno de prejuicios e
ignorancia.
También
mis esperanzas se encaminan hacia ese objetivo, pero sostengo que la
emancipación de la mujer, tal como se interpreta y se practica hoy, no ha
logrado alcanzarlo. En la actualidad la mujer se enfrenta con la necesidad de
emanciparse de la emancipación si en realidad quiere ser libre. Esta afirmación
que puede parecer paradójica es, sin embargo, una gran verdad.
¿Qué
es lo que ha conseguido la mujer con la emancipación? Igualdad de sufragio en
unos cuantos Estados. ¿Se ha purificado con ello nuestra vida política, como
predicaban muchos abogados bien intencionados? No, por cierto. Ha llegado la
hora, por otra parte, de que las personas sencillas y de buen juicio dejen de
hablar de la corrupción de la política con tonillo de maestros de escuela. La
corrupción de la política no tiene nada que ver con la moral o con la
relajación de las costumbres de algunas personalidades políticas. La causa es
totalmente material. La política es el reflejo del mundo de los negocios y de
la industria, cuyos lemas son «Tomar es mejor que dar»; «compra barato y vende
caro»; «una mano sucia lava la otra». No existe ninguna esperanza de que la
mujer, con su derecho al voto, llegue nunca a purificar la política.
La
emancipación ha traído a la mujer la igualdad económica con el hombre, es
decir, la posibilidad de elegir una profesión u oficio; pero, como la formación
física que ha recibido en el pasado y en la actualidad no le ha dado la fuerza
suficiente para competir con el hombre, se ve a menudo obligada a agotar su
energía, a gastar su vitalidad y a destrozar su sistema nervioso para poder
alcanzar el valor del mercado. Hay muy pocas que triunfan, ya que ni las
profesoras, doctoras, abogados, arquitectos e ingenieros gozan de la misma
confianza que sus colegas masculinos, ni reciben salarios iguales. Y las que
alcanzan la ansiada igualdad, la consiguen por lo general a costa de su
bienestar físico y psíquico. En cuanto a la gran masa de muchachas y de mujeres
trabajadoras, ¿qué clase de independencia consiguen si sustituyen la estrechez
y falta de libertad del hogar por la estrechez y falta de libertad de la
fábrica, tienda, almacén u oficina? Muchas mujeres tienen que ocuparse además de
un «hogar, dulce hogar» (frío, desordenado, triste, nada acogedor) después de
un día de duro trabajo. ¡Maravillosa independencia! No es de extrañar que
cientos de muchachas estén dispuestas a aceptar la primera oferta de
matrimonio, hartas y cansadas de su «independencia» detrás del mostrado, o
sentadas ante la máquina de escribir o de coser. Están dispuestas a casarse
como las muchachas de la clase media, que ansían librarse del yugo de la
autoridad paterna. Una pretendida independencia que sólo permite ganar la pura
subsistencia no es tan atractiva ni ideal como para que pueda esperarse de la
mujer que sacrifique todo por ella. Nuestra independencia tan encomiada no es,
después de todo, más que un lento proceso de insensibilización y asfixia de la
naturaleza femenina, del instinto amoroso y maternal.
Y a
pesar de todo, la situación de la muchacha obrera es mucho más natural y humana
que la de su hermana de las clases cultas y profesionales (maestras, físicas,
abogados, ingenieros, etc.) -a primera vista más afortunadas- que tienen que
aparentar una actitud digna y decorosa mientras que su vida interior está vacía
y muerta.
La estrechez de la concepción actual de la independencia y
emancipación de la mujer, el miedo de amar a un hombre que no sea su igual socialmente;
el miedo a que el amor le arrebate su libertad y su independencia; el horror a
que el amor o la alegría de la maternidad sirvan solamente para entorpecer el
pleno ejercicio de sus profesión, todo ello hace de la mujer emancipada actual
una virgen reprimida ante la cual fluye la vida, con sus grandes penas
esclarecedoras y sus profundas y fascinantes alegrías, sin tocar ni conmover su
alma.
(1) |
La
emancipación, tal como la entienden la mayoría de sus partidarios y defensores,
no es lo suficientemente amplia para dar cabida al amor y al éxtasis
ilimitados, contenidos en la emoción profunda de la mujer, amante o madre
verdaderamente libre.
La tragedia de la mujer económicamente independiente no
estriba en que tenga demasiadas experiencias, sino en que tiene muy pocas. Es
cierto que aventaja a sus hermanas de las anteriores generaciones en
conocimiento del mundo y de la naturaleza humana, pero precisamente por eso
siente profundamente la falta de esencia vital, la única que puede enriquecer
el alma humana y sin la cual la mayoría de las mujeres se han convertido en
simples autómatas profesionales.
Los
que previeron el advenimiento de la actual situación son los mismos que se
dieron cuenta de que, en el campo de la moral, siguen perviviendo muchos de los
viejos residuos de la época de indiscutible superioridad masculina, residuos
que todavía se consideran útiles y, lo que es más grave, de los que no pueden
prescindir gran parte de las emancipadas. Todo movimiento que pretenda destruir
las actuales instituciones y reemplazarlas por otras más avanzadas y perfectas
tienen seguidores que, en teoría, son partidarios de las ideas más radicales,
pero que, no obstante, en su práctica diaria sin filisteos que fingen
respetabilidad y que necesitan que sus adversarios tengan buena opinión de
ellos. Hay, por ejemplo, socialistas y anarquistas que defienden la idea de que
la propiedad es un robo y que, sin embargo, se indignarían si alguien les
debiera dos reales.
Ese
mismo filisteísmo existe en el movimiento en pro de la emancipación de la
mujer. Los periodistas de la prensa amarilla y los literatos de vía estrecha
han hecho semblanzas de la mujer emancipada que ponen los pelos de punta al
buen ciudadano y a sus aburridas compañeras. Se ha descrito a toda mujer que
pertenezca al movimiento pro-derechos civiles de la mujer como una George Sand,
que siente un absoluto desprecio por la moralidad. Nada es sagrado para ella.
No tiene ningún respeto por la relación ideal entre hombre y mujer. En resumen,
la emancipación pretende solamente una vida sin escrúpulos de lujuria y pecado,
al margen de la sociedad, la religión y la moralidad. Los partidarios de los
derechos civiles de la mujer se indignaron ante esa falsa interpretación y, con
una gran falta de sentido del humor, usaron toda su energía para demostrar que
no eran en absoluto tan malas como se pretendía, sino todo lo contrario. Por
supuesto, mientras la mujer fue la esclava del hombre, no podía ser buena y
pura, pero ahora que era libre e independiente demostraría lo buena que podía
ser y el efecto purificador que tendría su influencia en todas las
instituciones de la sociedad. Es cierto que el movimiento pro-derechos civiles
de la mujer ha roto muchas cadenas, pero ha forjado otras nuevas. El gran
movimiento de la verdadera emancipación no ha encontrado una gran raza de
mujeres capaces de mirar la libertad cara a cara. Su visión estrecha y puritana
hizo que prescindieran del hombre en su vida emocional, como de un personaje
sospechoso y perturbador. A ningún precio podía tolerarse al hombre, salvo
quizá como padre de un hijo, ya que no era posible tener un hijo sin padre. Por
fortuna, las más rígidas puritanas nunca serán lo bastante fuertes para acabar
con el instinto innato de la maternidad. Pero la libertad de la mujer está
íntimamente ligada a la libertad del hombre, y muchas de mis hermanas,
pretendidamente emancipadas, parecen olvidar el hecho de que un niño nacido en
libertad necesita el amor y los cuidados de toda persona que le rodee, sea
hombre o mujer. Por desgracia, a esa concepción estrecha de las relaciones
humanas se debe la tragedia de las vidas de los hombres y las mujeres
modernos.
Hace
unos quince años apareció una obra de la brillante escritora noruega Laura
Marholm, titulada Woman, a Character Study («La mujer, de estudio de un
carácter»). Ella fue la primera en llamar la atención del vacío y la pobreza de
la actual concepción de la emancipación femenina y de sus trágicos efectos
sobre la vida interior de la mujer. En su libro, Laura Marholm habla del destino
de varias mujeres de dotes extraordinarias y de fama internacional: la genial
Eleonora Duse; la gran matemática y escritora Sonya Kovalevsky; el temperamento
lírico y artístico de María Bashkirtseff, que murió tan joven. En las vidas de
esas mujeres de extraordinaria inteligencia podemos encontrar profundas huellas
del anhelo insatisfecho de una vida plena, colmada y hermosa, y la
insatisfacción y soledad que les producía el carácter de ella. En esos bocetos
psicológicos magistralmente trazados no podemos por menos de darnos cuenta de
que cuanto mayor es el desarrollo mental de la mujer, menos posibilidades tiene
de encontrar el compañero adecuado que busca en ella no solamente el sexo, sino
también el ser humano, el amigo, el camarada, en posesión de una individualidad
acusada y que no puede ni debe perder la integridad de sus rasgos propios.
El
hombre medio, con su autosuficiencia, su ridículo aire de superioridad y su
paternalismo hacia el sexo femenino, no puede servir al tipo de mujer descrito
en Character Study de Laura Marholm. Tampoco puede servirle el hombre que no ve
más que su mentalidad y su genio, y que no logra despertar su naturaleza
femenina.
Se
considera por lo general que una inteligencia rica y un alma delicada son
atributos inherentes a una personalidad compleja y sugestiva. En el caso de la
mujer moderna, esos atributos sirven de estorbo para la afirmación completa de
su ser. Durante más de cien años, se ha denunciado la vieja fórmula
matrimonial, basada en la Biblia, «hasta que la muerte nos separe», como una
institución que afirma la soberanía del hombre sobre la mujer, la completa
sumisión de ésta a sus caprichos y órdenes, y su absoluta dependencia respecto
del hombre y apoyo que le presta el marido. Una y mil veces se ha demostrado de
forma concluyente que la vieja relación matrimonial reducía a la mujer a la
función de sirvienta del hombre y madre de sus hijos. Y, a pesar de todo,
encontramos a muchas mujeres emancipadas que prefieren el matrimonio, con todos
sus defectos, a la estrechez de una vida de soltera, limitada e insoportable
debido a las cadenas de los prejuicios morales y sociales que ahogan y reprimen
su naturaleza.
Esa
inconsecuencia de muchas mujeres avanzadas se debe a que nunca entendieron
realmente el significado de la emancipación. Creyeron que bastaba con liberarse
de las tiranías externas; dejaron campar por sus respetos a los tiranos
internos, mucho más perniciosos para la vida y el desarrollo (la ética y las
convenciones sociales) y éstos actuaron a sus anchas, y parecen dominar los
corazones y las cabezas de las más activas representantes de la emancipación de
la mujer, lo mismo que dominaban en los de nuestras abuelas.
Estos
tiranos interiores pueden presentarse en forma de miedo a la opinión pública, o
a lo que diga la madre, el hermano, el padre, la tía o cualquier otro pariente,
o a lo que dirán la señora Grundy, el señor Comstock, el jefe o la asociación
de padres y educadores. ¿Y qué van a decir todos esos entremetidos, detectives
morales y carceleros del espíritu humano? Hasta que la mujer no haya aprendido
a desafiarlos a todos, a mantenerse firme en su puesto y a insistir en su
libertad sin restricciones, a escuchar la voz de su naturaleza cuando pida lo
más hermosos que puede dar la vida, el amor por un hombre, o su más excelente
privilegio, el derecho a tener un hijo, no podrá considerarse emancipada.
¿Cuántas mujeres emancipadas tienen bastante valor para reconocer que la voz
del amor está llamando, latiendo para reconocer que en su pecho, pidiendo que
se la escuche y que se la satisfaga?
La
escritora francesa Jean Reibrach intenta describir en una de sus novelas, New
Beauty [«La nueva belleza»], el ideal de mujer hermosa y emancipada. Ese ideal
está encarnado en una joven médico que habla con gran conocimiento y propiedad
de cómo hay que alimentar a los niños; es buena y regala medicinas a las madres
pobres. Charla con un joven amigo suyo sobre las condiciones sanitarias del
futuro y sobre la manera de exterminar los bacilos y los gérmenes viviendo en
casas de suelos y paredes de piedra, sin ninguna colgadura o alfombra. Por
supuesto, viste de manera sencilla y práctica, de negro casi siempre. El joven,
que al principio está intimidado por la sabiduría de su emancipada amiga,
aprende poco a poco a entenderla y se da cuenta un buen día que la ama. Ambos
son jóvenes, y ella es amable y hermosa y, aunque siempre viste con gran
sobriedad, su aspecto se dulcifica con un cuello y unos puños de inmaculada
blancura. Cabría esperar que él le declarara su amor, pero el muchacho no es de
los que se dejan llevar por absurdos romanticismos. La poesía y el entusiasmo
amoroso cubren su rostro ruboroso ante la pura belleza de la dama. Mantiene él
en silencio la voz de su naturaleza y se comporta correctamente. Ella, a su
vez, es siempre precisa, racional y correcta. Me temo que, si hubieran llegado
a unirse, el joven habría corrido el riesgo de helarse hasta los huesos. Debo
confesar que no veo nada hermoso en esa nueva belleza, tan fría como la piedra
de las paredes y de los suelos con los que sueña. Prefiero las canciones de
amor de las épocas románticas, a Don Juan y a Madame Venus, la fuga con cuerda
y escala en una noche de luna, seguida de la maldición del padre, los lamentos
de la madre y los comentarios morales de los vecinos, a la corrección y al
rigor matemático. Si el amor no sabe cómo dar y tomar sin restricción, no es
amor, sino una transacción que nunca dejará de sopesar los pros y los contras.
El
gran defecto de la emancipación en la actualidad estriba en su inflexibilidad
artificial y en su respetabilidad estrecha, que produce en el alma de la mujer
un vacío que no deja tener beber de la fuente de la vida. En una ocasión señalé
que parece existir una relación más profunda entre la madre y ama de casa al viejo
estilo, aun cuando esté dedicada al cuidado de los pequeños y a procurar la
felicidad de los que ama, y la verdadera mujer nueva, que entre ésta y el
término medio de sus hermanas emancipadas. Las discípulas de la emancipación
pura y simple pensaron de mí que era una hereje digna de la hoguera. Su ceguera
no les dejó ver que mi comparación entre lo nuevo y lo viejo era simplemente
para demostrar que un gran número de nuestras abuelas tenían más sangre en las
venas, más humor e ingenio y, por supuesto, mucha más naturalidad, buen corazón
y sencillez, que la mayoría de nuestras mujeres profesionales emancipadas que
llenan los colegios, aulas universitarias y oficinas. Con esto no quiero decir
que haya que volver al pasado, ni que condene a la mujer a sus antiguos
dominios de la cocina y los hijos.
(2) |
La
salvación está en el avance hacia un futuro más brillante y más claro.
Necesitamos desprendernos sin trabas de las viejas tradiciones y costumbres, y
el movimiento en pro de la emancipación de la mujer no ha dada hasta ahora más
que el primer paso en esa dirección. Hay que esperar que se consolide y realice
nuevos avances. El derecho al voto o la igualdad de derechos civiles son
reivindicaciones justas, pero la verdadera emancipación no comienza ni en las urnas
ni en los tribunales, sino en el alma de la mujer. La historia nos cuenta que
toda clase oprimida obtuvo la verdadera libertad de sus señores por sus propios
esfuerzos. Es preciso que la mujer aprenda esa lección, que se dé cuenta de que
la libertad llegará donde llegue su capacidad de alcanzarla. Por consiguiente,
es mucha más importante que empiece con su regeneración interior, que abandone
el lastre de los prejuicios, de las tradiciones y de las costumbres. La
exigencia de derechos iguales en todos los aspectos de la vida profesional es
muy justa, pero, después de todo, el derecho más importante es el derecho de
amar y a ser amada. Por supuesto, si la emancipación parcial ha de convertirse
en una emancipación completa y auténtica de la mujer, deberá acabar con la
ridícula idea de que ser amada, convertirse en novia y madre, es sinónimo de
ser esclava o subordinada. Tendrá que terminar con la ridícula idea del
dualismo de los sexos, o de que el hombre y la mujer representan dos mundos
antagónicos.
La
mezquindad separa y la libertad une. Seamos grandes y desprendidas y no
olvidemos los asuntos vitales, agobiadas por las pequeñeces. Una idea
verdaderamente justa de la relación entre los sexos no admitirá los conceptos
de conquistador y conquistada; lo único importante es darse a sí mismo sin
límites para encontrarse más rico, más profundo y mejor. Solamente eso puede
llenar el vacío y transformar la tragedia de la mujer emancipada en una alegría
sin límites.
Fuentes:
*De Anarchism and other Essays (El anarquismo y otros ensayos), de Emma Goldman. Publicado por Mother Earth
Publishing Association. Traducción Joaquina Aguilar López.
(1) Emma Goldman.
(2) Rosa Luxemburgo, Simone de Beavoir y Emma Goldman, respectivamente, en una playa en los años '30.
(2) Rosa Luxemburgo, Simone de Beavoir y Emma Goldman, respectivamente, en una playa en los años '30.