Hace diez
años, cuando estaba dirigiendo un programa pedagógico en un gran hospital, una
estudiante de Medicina se quejó porque no la estaba tratando con ecuanimidad
uno de los profesores médicos. Dijo que la resentía por ser mujer y que hasta
le había dicho que las mujeres no cabían en una escuela médica, sosteniendo que
tarde o temprano todas irían a tener bebes, desperdiciando su educación.
Le pregunté
qué pensaba que pudiera hacer acerca de esta actitud machista, suponiendo que
sugeriría una disculpa y que modificara su actitud. En vez me sorprendió
insistiendo, con inusitado fervor, que lo echara.
Al
principio esto pareció un poco duro, pero luego de pensarlo un poco decidí que
el pedido era razonable, o por lo menos no irrazonable. Le dije al médico en
cuestión que lo relevaría de sus funciones. Bueno, él no pensó que eso fuera
razonable. Y lo consideró tan fuera de lugar que se quejó al principal del
departamento, quien tampoco pensó que fuera razonable.
¡A mí me
echó!
Probablemente
su reacción no debiera haberme sorprendido, porque la actitud de ambos hombres
es típica de cada aspecto de la Medicina Moderna. ¿Y por qué no? ¿Por qué razón
debieran los médicos ser menos chauvinistas que los demás? Y hay razones más
poderosas para que lo sean aún más. A la mujer la discriminan tanto en la
escuela médica como en el hospital y en todos los otros aspectos de la práctica
médica. Y también la discriminan y maltratan cuando es paciente y asimismo en
el comercio, la industria, gobierno y educación; aun en religión. Es una
actitud universal, pero mucho más desmedida en la práctica médica. El fanatismo
de un director de compañía puede costarle a una mujer el puesto, un aumento o
una promoción, y probablemente alguna angustia mental por la forma como la tratan en su trabajo. Pero el fanatismo de un cirujano o médico
puede condenarla a una vida de dependencia de drogas, o costarle la vida o
salud de su bebé, sin olvidar la pérdida de sus pechos, su útero, ovarios y de
su vida.
Todavía
recuerdo un tiempo cuando a las enfermeras les enseñaban a caminar a un paso
atrás y otro paso a la izquierda del médico, y a seguirlo cuando recorría las
salas. Hoy es más difícil encontrar enfermeras, de modo que gran parte de este
sexismo degradante y patente desapareció. Pero aún subsiste la actitud, sólo
que en forma subterránea. Aun hoy los médicos consideran a las enfermeras como
sirvientas, buenas sólo para limpiar y poner orden tras ellos, y siguen
resintiéndolas cuando se esfuerzan por lograr posiciones más elevadas en la
profesión.
A la mujer
la aceptan como técnica profesional, aunque no debemos tomarlo como evidencia
de que los fanáticos médicos están empezando a aflojar. Por el contrario, las
labores permitidas a mujeres son las peligrosas y que no quieren hacer los
hombres o que evitan en lo posible, como ser la sala de rayos X. Casi siempre
las que se arriesgan a la radiación que emana de esas máquinas infernales son
las mujeres.
Otro punto
peligroso en cualquier hospital es la sala de operaciones. Estudios han
demostrado que las anestesistas que se exponen
repetidas veces a los gases presentes durante las operaciones tienen
cincuenta veces más probabilidad de desarrollar cáncer de mamas. Y también más
abortos involuntarios. Y sus hijos tienen 60 veces mayor probabilidad de tener
cáncer y cuatro de sufrir defectos congénitos. También los gases imponen algún
peligro. ¿Quiénes entonces pasan más tiempo inhalándolos? No el cirujano o el
anestesiólogo, ya que llegan al último minuto y se alejan rápidamente cuando
terminó la operación. Las enfermeras y anestesiólogas llegan primero, y deben
permanecer para limpiar y ordenar las salas.
A la mujer
le otorgan el mismo tipo de oportunidad dudosa en otra zona de alto riesgo: la
operación de diálisis renal. La incidencia de hepatitis entre las técnicas que
atienden estos aparatos es tan alta que algunos hospitales han removido las
máquinas. Pero tome nota el lector: todavía las usan, y no es quien recetó los
tratamientos el que corre el riesgo de hepatitis, sino la enfermera técnica que
se ocupa de la sangre y opera las máquinas.
Poco nuevo
puede decirse sobre la discriminación histórica contra mujeres que quieren
estudiar Medicina. Hasta hace poco, no llegaba al 10% la cantidad de mujeres en
E.U. entrando en estas facultades. En 1979-80 casi un 28% eran mujeres, pero no
fue debido a una claudicación masculina, sino que de otro modo perderían estas
escuelas millones de dólares en ayuda federal.
Aunque hoy
en día crecen las administraciones femeninas en E.U, sólo hay un 10% de
doctoras. Y menos de un 5% de éstas fueron admitidas como residentes
quirúrgicas para permitirles especializarse en el área de la práctica médica
que guarda el mayor prestigio y goza de los mayores premios. El promedio de
salario anual para doctoras no llega a u$s 40.000.En comparación con u$s 67.000
para profesionales varones.
El punto
que deseo recalcar a cerca de esta discriminación no es tanto que las tratan
injustamente en ámbitos médicos, aunque sí ocurre. Sino que la discriminación
sexual practicada por los médicos a las mujeres que practican Medicina se
extiende a las que atienden profesionalmente.
Algunas
razones históricas muy profundas han hecho que la discriminación sexual en
Medicina sea más virulenta que en cualquier otro campo profesional.
Remontándonos a la época de Hipócrates, durante los siglos quinto y cuarto
antes de Cristo, los médicos creían que el sistema reproductor femenino era una
fuente de histeria y hasta de insanía. Por más de dos mil años, si una mujer se
apartaba de la pauta supuesta de sometimiento y humildad, se lo endilgaban a su
útero y ovarios. El término histerectomía
deriva de la denominación griega histeria (hysterikos) , significando “sufriendo en el útero”. En
consecuencia, la remoción del útero era para aliviar la histeria femenina.
En 1809 se
practicó la primera ovariectomía, y a través de todo el siglo diecinueve los
ginecólogos desarrollaron formas aún más radicales de invasión quirúrgica en la
anatomía femenina. Habiendo descubierto la ovariectomía, los cirujanos debían
investigar nuevas razones para practicarla, de modo que se removieron
habitualmente los ovarios como remedio altamente proclamado contra la histeria,
desórdenes psicológicos, insanía, y aún para mantener a la mujer bajo el control social de los hombres. ¡Estas
justificaciones para practicar ovariectomías se utilizaban tan recientemente
como en 1946!
La
literatura médica del siglo diecinueve está repleta de referencias a la
flaqueza e histerismo femenino. Si una mujer se rebelaba contra la tiranía de
su esposo o no mantenía un papel social familiar apropiadamente subordinado y
retraído, se asumía que lo causaban sus órganos reproductores y que para
controlarla debían castrarla. En 1896 el Dr. David Gilliam, uno de los
numerosos escritores sobre el tema, loaba las virtudes de la castración
femenina como forma de asegurarse la obediencia de la mujer. Escribió esto:
Roe, Morton,
y otros abrieron la senda; ¿qué nos dicen? Nos dicen que la castración rinde;
que la paciente mejora, alguna se cura; se vuelve tratable, dócil, ordenada, industriosa y aseada… Mi propia
experiencia en esto ha sido muy feliz.
Ya no se
practican ovariectomías para el propósito manifestado de hacer que las mujeres
se vuelvan más tratables y obedientes, o por lo menos es poco probable que un
ginecólogo admitiera que fuera la razón. Pero cuando observamos las cantidades
de estas operaciones que aún se llevan a cabo sin evidencia alguna de necesidad
médica, es para preguntarse si algunos cirujanos siguen practicándolas como
demostración de autoridad masculina. Ciertamente aún la Medicina Moderna ve a
las mujeres como siempre las vieron los médicos: como criaturas débiles,
nerviosas e histéricas, sujetas a varios tipos de malestares psicológicos relacionados
con su anatomía femenina.
Esta
perspectiva domina el tratamiento –o maltrato médico- de la mujer. Asimismo
produce una disparidad en el tratamiento de los sexos que podría haber sido
modelada sobre la distinción consignada en las leyes de Platón entre la
atención médica dispensada a los esclavos y la otorgada a los ciudadanos. Según
Platón, el médico de esclavos prescribía “como si tuviera el conocimiento
exacto” e imponía órdenes “como un tirano”. El médico que atendía al ciudadano penetraba “en la
naturaleza del desorden”, y “discutía con el paciente y sus amigos”, y no le
“prescribía hasta haberlo convencido.”
Consideremos
esta dicotomía a la luz de las actitudes
hacia la mujer reveladas por dos internos hospitalarios citados por
Diane Scully, una obstétrica/ginecóloga residente:
Pienso que
tenemos menos problemas porque nuestros pacientes son mujeres. Pienso que es
más fácil tratar mujeres que hombres; en cierta forma es más fácil hablarles.
Escuchan más y hasta llegan a creernos. Pienso que es más fácil tratarnos.
El otro
residente reveló la insensibilidad que evidencian los médicos hacia los
pacientes pobres, en especial si son mujeres. A menudo son consideradas con
animosidad y sorna, tratadas como subhumanas, y sin sentido alguno de caridad o
apoyo emocional. Este residente reconocía que él también se comportaba así,
pero sabiendo que debería cambiar cuando actuara en la práctica privada y temía
que fuera difícil. Durante mi profesorado he conocido a muchos internos y
residentes que pensaban así:
En la práctica
privada servimos un propósito distinto. El médico tiene una imagen paternal o
la de un psiquiatra o de un amigo. Aquí no damos ese tipo de servicio a las
pacientes y ellas no lo anticipan. Mucho de lo que hacemos en la práctica
privada es, a más de qué haremos con el dinero, tratar de ganarlo. Estamos
involucrados en metas distintas.
Bueno, algunos
las cumplen de un día a otro. Es algo que algunos piensan que es lo que la
gente espera de ellos, y puede sr algo muy poco sincero y falso. Uno sabe que
es parte de la imagen que uno debiera proyectar. La mujer anticipa y espera. De modo que uno sonríe llamándola muñeca,
querida, simpática, y uno le da una palmadita y le habla como a un bebé y,
bueno, es algo muy superficial.
Una
enfermera que leyó estas citas contestó con una carta a la revista Mother Jones, citando otras cosas
escuchadas durante su larga experiencia en las secciones
obstétrico-ginecológicas de un gran hospital universitario. Dijo que no todos
los médicos hacían estos comentarios, aunque por lo general los consideraban
divertidos cuando otros los formulaban. Sus ejemplos:
Un
anestesiólogo residente: “Me molesta cuando estas parturientas naturales vienen
a dar a luz. Si no desean anestesia cuando estoy por darla, me desorientan.
Pero más tarde la quieren, pero entonces me aseguro de que se la doy bien lenta, a mi ritmo.”
Dijo un
residente en obstétrica y ginecología: “Cuando llegue Halloween[1]
me cubriré de fango vestido de mujer.”
Un medico
luego de examinar a una paciente adolescente: “Bueno, esto confirma mi teoría
sobre embarazos de niñas adolescentes. Todas tienen grandes tetas.”
Algunos
estudiantes de historia médica, entre ellos G. J. Barker quien escribió The Horrors of the Hakf-Known Life, argumentan
que la ginecología, como especialidad, se desarrolló como forma de represalia
contra las mujeres y para controlarlas. Afirma que los médicos resentían la
introducción de mujeres en la actividad laboral durante la Revolución
Industrial, y el movimiento de liberación femenina asociado con esta nueva
libertad. Los médicos explotaban su poder para desquitarse y controlar a las
que desafiaban la dominación masculina. Los hicieron practicando operaciones
quirúrgicas agresivas, tales como las clitoridectomías y ovariectomías para
enseñarles a bajar el copete.
Las
agresivas intervenciones quirúrgicas que se desarrollaron en la ginecología
temprana precedieron a las difundidas y a menudo innecesarias operaciones que
hoy proliferan en todos los campos de la cirugía. Aunque en este aspecto –quizá
porque lo practicaron por más tiempo- los peores son los ginecólogos y
obstetras.
Siempre
consideré fascinante y apropiado que uno de estos ginecólogos tempranos, el Dr.
J. Marion Sims, sea reverenciado por los practicantes contemporáneos como “el
padre de la ginecología”. La base para tal reconocimiento fue el papel de Sims
como fundador del New York Women’s
Hospital, por inventar varios instrumentos quirúrgicos, y más
significativo, por haber desarrollado una técnica quirúrgica para cerrar
fístulas vesículovaginales, una condición en la que ocurre una brecha entre la
vesícula y la vagina, logro que también le valió el título de “Arquitecto de la
Vagina.”
Cuando murió Sims, el Journal
of the American Medical Association lo ponderó de forma extravagante: “Toda
la profesión médica le honró, porque gracias a su genio y devoción por la
ciencia médica ayudó a mejorar sus recursos para aliviar el sufrimiento humano
tanto, sino más, que cualquier hombre de este siglo.”
¿Quién era este genio compasivo? En 1835, Sims se convirtió
en practicante general en el Sur de E.U. Inicialmente, compartió con otros
médicos de su tiempo un disgusto por los problemas ginecológicos y evitó
tratarlos. El azar lo condujo a ese campo cuando le intrigó el caso de una
esclava llamada Anarcha, quien tenía una fístula vesículovaginal debido a un
daño instrumental infligido por Sims durante un parto.
Recuerde el lector que en ésa época las esclavas eran
valoradas mayormente por los bebés que producían, cuando algunas plantaciones
eran enormes criaderos de esclavos. Sims sabía que debido a que Anarcha no
podía tener más niños, su valor había sido destruido por el perjuicio que él le
había producido. También sabía Sims que muchas otras esclavas eran consideradas
“inútiles” debido a la misma condición.
Sims decidió iniciar un programa de investigación que
descubriera un remedio quirúrgico para la fístula vesículovaginal, utilizando
esclavas como materia de investigación. Construyó un pequeño
hospital/laboratorio y sin dificultad pudo conseguir que Anarcha y seis otras
esclavas similarmente afligidas le fueran entregadas por sus amos como
cooperación. Entre 1845 y 1849, experimentó con estas infortunadas negras,
usando varios procedimientos para cerrar fístulas.
Sims operó repetidas veces a estas esclavas, sin usar anestesia, pero manteniéndolas
fuertemente sedadas con opio, lo que posiblemente explica por qué no salieron
corriendo. Finalmente perfeccionó su técnica utilizando a Anarcha, quien había
inspirado su labor en primer lugar. Este fue el gran logro humanitario por el
cual hoy honran a Sims. Olvidada queda Anarcha, la pobre mujer que Sims operó
sin anestesia, ¡treinta veces!
Cualquiera que observe de cerca la temeraria intervención
que prevalece en la práctica obstetro/ginecológica, constatará que el de Sims
es un título apropiado como “Padre de la
Ginecología”. Su obsesión por la cirugía y su falta de compasión hacia las
mujeres que soportaron las increíbles torturas que les infligió se reflejan aún
en la conducta de muchos que siguen practicando esa especialidad.
La utilización de mujeres como cobayos humanos que practicó
Sims no fue privativa de esa época. La Medicina Moderna y sus aliados
farmacéuticos continúan experimentando sobre millones de víctimas inocentes, muchas
perjudicadas por los fármacos que les dan, y algunas mueren.
Un crítico de esta experimentación masiva, el Dr. Herbert
Ratner, ex director de salud pública en Oak Park, estado de Illinois, comentó
cierta vez con delicioso sarcasmo que la mujer es el mejor cobayo que pueda
hallar la Medicina Moderna. Dice que toma la píldora sin cuestionar, pagando
por el privilegio de tomarla, y es el único animal experimental conocido que se
auto-alimenta y mantiene limpia su jaula.
Por supuesto las mujeres son tan cooperativas porque asumen
que los médicos son profesionales cuidadosos, conscientes y atentos, por eso
dignos de confianza. ¿Es que merecen esa confianza? Veamos:
Entre enero de 1971, cuando salió a la venta y junio de 1974
cuando se lo removió del mercado por pedido de la FDA, un dispositivo uterino
llamado DIU fue instalado por médico a unos 4 millones de mujeres (2 millones
en U.S.A.). Esto sucedió a pesar de que el DIU fue mal testeado, y casi
inmediatamente comenzó a producir peligrosos efectos secundarios en las
usuarias.
En la actualidad (1980) se estima que un millón cien mil
mujeres en E.U. han sufrido una infección pélvica aguda debida al DIU desde
1971. Como resultado, una de cada cinco quedó estéril, y por lo menos
diecisiete murieron como consecuencia de usar el DIU. Recién en septiembre de
1980, luego de que las compañías de seguros de su fabricante, A.H. Robbins,
pagaran 55 millones de dólares a las víctimas del DIU –quedan aún 600 juicios y
300 demandas pendientes- la compañía Robbins solicitó urgentemente a la
profesión médica que se removieran esos dispositivos a las pacientes que aún
los usaban. Luego de toda la publicidad advirtiendo sobre el peligro de usar
este aparato, queda como lección que no fue necesaria aquella comunicación
demorada a los médicos para que éstos no la recomendaran.
Entre 1940 y principios de 1970, recetaron difundidamente la
hormona sintética femenina Dietilbestrol para prevenir abortos. Nadie sabía
realmente si lo hiciera, o cuáles pudieran ser sus efectos colaterales a largo
término, porque la droga no fue testeada por suficiente tiempo. Pero eso no
disuadió a los fabricantes para que comercializaran esta droga mal probada o
para impedir que la recetaran los médicos.
Para 1972 comenzaron a aparecer los efectos a largo término
del DES. Produjo cáncer de mamas en algunas de las mujeres que lo tomaron,
cáncer vaginal en algunas de sus hijas y anormalidades genitales en algunos de
sus hijos varones.
Debo admitir que los que condujeron el experimento
rastrearon a tantas mujeres como pudieron encontrar que sin saberlo lo habían
tomado, para advertirles. Mientras tanto, los niños cuyas madres habían
recibidos DES por parte de sus obstetras también corrían riesgos. Sin embargo
la Medicina Moderna no ha tratado de descubrir un sistema para rastrear esas
personas y advertirles de los peligros que enfrentan.
Cada mujer joven cuya madre tomó DES debe ser advertida de
que aumentará su riesgo de cáncer vaginal si toma hormonas femeninas como
Premarin o píldoras anticonceptivas. Todo médico que recetó DES tiene la
obligación moral de recorrer sus ficheros para identificar a las pacientes que
lo tomaron, y alertarlas tanto a ella como a sus hijos de los riesgos que
corren. Pero dado el costo de implementarlo, y la posibilidad de que estas
advertencias sean una fuente de juicios por malapraxis, es poco probable que
muchos médicos asuman el gasto para salvar las vidas de sus víctimas.
No es coincidencia que algunos de los peores ejemplos de
estos insensibles experimentos en mujeres confiadas entrañen nuevas formas de
control natal. Hace unos pocos años, un subcomité del Senado de E.U. investigó
informes de efectos dañinos y hasta mortales por la Píldora. El Dr. Philip
Ball, internista, atestiguó que la Medicina Moderna al recetar la píldora anticonceptiva por más de una década, había llevado a cabo
“un experimento masivo a doble ciego y descontrolado” con cincuenta millones de
mujeres como cobayos humanos.
El Dr. Hugh J. Davids, profesor asistente de obstétrica y
ginecología en la Escuela de Medicina de
la Universidad de John Hopkins, deploraba el hecho de que a las mujeres que
tomaban la Píldora no les advertían los riesgos que corrían. “En muchas
clínicas” decía, “han distribuido estas píldoras como si fueran gomas de
mascar.”
Podríamos preguntar por qué someterían los médicos a sus
pacientes a estos riesgos. No parecía lógico, ya que la prevención de partos
les corta una buena fuente de ingresos. El Dr. Ball contestó esa pregunta
cuando dijo a los senadores: “La sagrada Píldora lleva la aureola de ser la
droga que controlaría los masivos problemas sociales de una explosión
demográfica. Y podría utilizarse en mujeres pobres, ignorantes y analfabetas
que ni siquiera conocen el control de natalidad.”
El Dr. Ratner expresó lo mismo acerca de la Píldora cuando
atestiguó que la habían impuesto los estadounidenses “porque fomentaban como la
solución al problema de la superpoblación en los países subdesarrollados y al
creciente problema de seguridad social E.U.”
Esto encaja con mi propio convencimiento sobre la Medicina
Moderna para poder armar una ingeniería social a expensas de la ética médica
tradicional, “antes de todo no dañes.”
Para mí es claro que los médicos de hoy en día harán cualquier cosa para
evitar que tengan bebés las mujeres, en particular si son negras, pardas,
analfabetas o pobres. Los fanáticos del control de población les dieron tal
lavado de cabeza que ningún precio –hasta experimentos con millones de mujeres-
es demasiado alto para reducir la tasa de natalidad de las madres indigentes o
de lo países subdesarrollados del mundo. De esta forma echan a un lado su
juramento hipocrático y racionalizan esterilizaciones involuntarias en centros
de caridad, histerectomías innecesarias, hormonas cancerígenas, DIU inseguros y
no probados y cualquier otro medio de control natal que tanto ellos como los
laboratorios pueden inventar.
Cualquier mujer un poquito atraída por este concepto de
control indiscriminado de población debiera preguntarse si desea que su médico
emule a Dios ¿es posible que la Medicina Moderna apoye un ataque a dos puntas
contra la explosión demográfica matando algunas mujeres para prevenir que
nazcan otras? Antes de contestar esto, cada mujer debiera preguntarse si
aceptaría dicha proposición tratándose de su propia vida. Y si es así, porque
la Medicina Moderna ha demostrado una y otra vez que los experimentos que
inicia con los pobres, al final son infligidos a todos, incluso a los ricos.
De hecho, algunas de las más exóticas abominaciones
quirúrgicas parecen haberse inventado sólo
para los ricos, o suficientemente afluentes para no necesitar ayuda social.
Una de éstas es un procedimiento favorito de un ginecológico en Dayton, estado
de Ohio, que por fortuna no ha sido compartido ampliamente.
En apariencia este buen doctor considera que cuando Dios
concibió los genitales femeninos cometió un terrible error. Puso el clítoris
donde no correspondía. Pero no afanarse: por unos 1500 dólares el cirujano y su
fiel bisturí le prestarán a Dios una mano demorada. Embellecerá su vida sexual
permitiéndole alcanzar la máxima potencia orgásmica, creando lo que algunos
críticos han llamado la vagina Mark II. Ud. señora podrá alcanzar una
sexualidad máxima porque su clítoris se encontrará donde supone el doctor que
pertenece. Según este doctor más de 4000 mujeres han recibido esta operación,
incluyendo algunas a las cuales ni siquiera se molestó en preguntar si la
querían o no.
Otra especialidad que se concentra
primordialmente en mujeres, y sumamente abusiva, es la cirugía plástica. En el
curso de mi práctica médica veo a mujeres perturbadas por sus relaciones
maritales y que con angustia ignoran la razón. Algunas atribuyen sus problemas
al hecho de que sus atributos físicos ya no las califican como modelos en la
tapa de una revista de modas.
De vez en cuando alguna de estas mujeres
perturbadas me consulta sobre si una visita a lo de un cirujano plástico
revitalizaría un matrimonio moribundo, dándoles la lozanía perdida y
devolviéndoles la atracción del esposo. Le aseguro al lector que no las
aliento. Aparte de una operación para corregir una deformidad real y
traumatizante, considero que la cirugía plástica es la mayor estafa en la
escena médica.
No soy el único en pensarlo. Mi punto de vista es
compartido entre otros, por la doctora Elisabeth Morgan, especialista en
cirugía plástica. En su libro The Making
of Woman Surgeon, deplora el hecho de que algunos miembros de su especialidad
se comportan como peluqueros y le dan “mala fama”.
La Dra. Morgan cita el caso de un cirujano
plástico que distribuye su tarjeta profesional en los supermercados y otro que
durante una fiesta le dijo a una señora que podía embellecer sus ojos.
“Otro”, escribe, “le dijo a una mujer que sólo
quería eliminar un par de lunares que tenía en el rostro, que podía ofrecerle
un paquete de medidas por sólo 3500 dólares, arreglando su nariz y los ojos. La
mujer me consultó y nada vi de malo en su nariz y ojos.”
Una tragedia inexcusable afecta a una gran
proporción de costosas operaciones plásticas practicadas en mujeres que tienen
la esperanza de que no sólo cambiarán sus rasgos, sino que también podrán
salvar sus vidas conflictuadas. El impacto psicológico de la desilusión
subsiguiente -algo que el cirujano podría haber anticipado si hubiese explorado
las motivaciones de la paciente para hacerse operar, en vez de aprovechar un
buen emolumento- es casi seguro de producir un estado depresivo más profundo
aún que el que sufría con anterioridad.
En una discusión sobre sexología en Medicina, una
de mis amigas expresó el convencimiento –basado en su propia experiencia- de
que, concediendo que los médicos son instintivamente chauvinistas, reflejan las
actitudes de la paciente y responden a su percepción de la conducta y las
expectativas de la misma. Por lo tanto es imperativo que, desde el principio,
mantener la salud sea un acuerdo con el doctor en el cual la mujer guarda el
voto mayoritario.
La paciente no debe reforzar los sentimientos de
omnipotencia del médico permitiendo que
la patronice e intimide. No debe bajar la guardia, debe hacerle explicar y
defender todo diagnóstico efectuado, toda droga que receta y/o preparación que
recomiende. No se debe dejar dominar, y debe obligarlo a que le acepte como una
igual, porque merece su respeto, tanto por lo menos, como él merece el suyo.
[1] Nota del Traductor: Víspera de Todos
los Santos.
Dr. Robert S. Mendelsohn. Práctica Médica Machista. Publicaciones GEA.